Madeline
—¿Acaso estabas coqueteando con mi retrete? —pregunta Lizzie burlona y las otras dos se echan a reír.
Estamos en la casa de Elizabeth desde hace un par de horas y Mariela llegó hace unos minutos luego de que Josh se tuviera que ir a mitad del paseo porque su primo le pidió volver a casa. Ya le contamos lo que sucedió en el centro comercial con las del Monteur, a lo que ella reprochó: «¡Me hubiera encantado estar allí! ¡Demonios, les hubiera dicho hasta de qué se iban a morir!» y nos echamos a reír. Luego empezamos a discutir sobre Josh: yo mantengo que el chico me da mala espina pero al final ganó la mayoría.
Hay que darle una oportunidad, según ellas.
—¿Es que una chica no puede ir al baño tranquila? —reclamo y tomo el primer zapato que encuentro tirado en el suelo y se lo arrojo en la cara a Mariela que se ríe a carcajadas.
—Bueno, bueno, ya —divertida, trato de aplacar las risas de las chicas—. Entonces, ¿cómo quedamos?
—Mariela seguirá saliendo con él... —comienza Felicia.
—...pero si se le ocurre propasarse conmigo... —sigue Mari.
—...le pego una patada en el culo —finaliza Elizabeth con una sonrisa maliciosa.
—¡Liz! —regaño, pero nos empezamos a reír de nuevo; ella tenía que salir con eso—. Igualmente, si ese chico intenta propasarse con Mariela muy rápido seré yo la que le pegue una patada pero en los huevos. —Felicia chilla y se acuesta en la cama mientras ríe y Elizabeth aplaude.
—¡Pero si yo pagaría por ver eso! —exclama la última.
El coro de la canción S&M de Rihanna se escucha proveniente de algún lugar en la cama y dejamos de reír.
—¡Demonios, mi celular! —grita Mariela y todas nos levantamos porque ella empieza a arrojar las almohadas y sábanas de Elizabeth al suelo con desesperación, hasta que lo encuentra en una esquina y se arroja a por él.
—¡Estúpida, ahora me acomodas la cama de nuevo! —gruñe Liz.
—¿Diga? —responde Mariela el celular—. ¡Oh...!, claro. Sí, sería genial. ¿A qué hora? Les preguntaré. —Ella tapa el micrófono del teléfono y se dirige a nosotras—. Dice Josh que si quieren ir al antro hoy en la noche. Irá su primo.
—¡Sí! —gritan Elizabeth y Felicia al mismo tiempo.
—No —sentencio, cruzándome de brazos.
—Les encantaría... —acepta Mariela y yo gruño—. Bien, nos vemos allí. Igual, un beso —por fin cuelga y mira un momento la pantalla de su teléfono—. ¡Chicas son las siete treinta y quieren vernos a las ocho!
—¡Oh, mierda! —grita Felicia—, no nos da tiempo de ir a casa a cambiarnos Lizzie, ¿nos prestarías ropa?
—¡Por allí está mi armario! —lo señala y las tres corren una maratón hasta él, lo abren y comienzan a arrojar ropa hacia todos lados.
Una blusa me cae en la cabeza y la sacudo para que caiga al suelo.
—Chicas, yo no iré.
Dejan lo que estaban haciendo y se vuelven al mismo tiempo mientras me dirigen miradas asesinas. Qué miedo, de verdad, si las vieran...
—Vas a ir —sentencia Elizabeth.
—Já, no.
—Madeline Cascadas, tú vas a ir aunque tengamos que sacarte entre Lizzie y yo del pelo —advierte Felicia.
—¿Dónde está? —grito debido al excesivo volumen de la música.
Al final estamos aquí. Es un antro donde podemos pasar sin importar la edad pero solo le permiten beber a los mayores de 18 años; uno de los más populares al que la gente llega a borbotones. Los cuerpos se mueven al ritmo de la música mientras se rozan unos a otros y el montón de luces de colores iluminan la pista. Esto es una locura. El ambiente es una mezcla de calor corporal, estática y frenesí. No sé si la humedad de mi piel es realmente mía o de alguien que rocé al pasar. Es como si el alto volumen no me permitiera escuchar más allá, como si ese zumbido en el tímpano indicara que me están dejando sorda, pero al mismo tiempo percibo perfectamente cada ecualización y variación de sonido por uno más enérgico u otro más electrizante. Ya siento que me ahogo y apenas he puesto pie aquí.
Me chantajearon hasta que lograron que me pusiera un vestido de Lizzie: muy tallado, me llega un poco más arriba de la mitad del muslo, morado de lentejuelas y con un sugerente escote a la vista. Acompañado con unos tacones negros de aguja con los que creo que me voy a matar en cualquier momento. A regañadientes dejé que me plancharan mi largo cabello castaño y me maquillaran. Según Mariela me veo «tremendamente sexy» y según Lizzie «me llevaré a un tipo a casa esta noche». Ni en un millón de años ninguna de las dos.
—¡Ya lo busco! —grita Mariela y se pone de puntillas para ver sobre las cabezas—. ¡Allá! —señala al enano que está hablando en la barra de bebidas con un chico alto que está de espalda.
—¡Vamos, que si el primo está igual o más guapo que él yo me lo tiro hoy! —Tenía que ser Lizzie provocando que todas riamos.
Me cuesta atrocidades poder caminar con estas bestias negras sin que se me doble el tobillo, y es aún peor con tanta gente batiéndose como loca en la pista ya que chocan conmigo y me desestabilizan. Mariela nos guía a través de la multitud, ella vino con una falda corta negra y una blusa del mismo color con espalda de encaje y plataformas plateadas en los pies. Le sigue Felicia con un vestido negro que le resalta las curvas y, según ella, le «hace más apetecible el trasero». Elizabeth está caminando frente a mí con un vestido precioso color rojo pasión muy ajustado al cuerpo en el que se ve fenomenal. Ella se ve, ¿cómo dijo?, ¡ya! Se ve como una-chica-por-la-cual-bajarías-al-infierno-sin-pensarlo-dos-veces-solo-por-tener-el-placer-de-mirarla.
—Te juro que si me mato con tus tacones satánicos tú me pagarás el hospital —le digo en el oído a Lizzie mientras apoyo mi mano en su hombro al caminar.
—¿Sientes que te vas a caer?
—No siento, estoy a punto.
—¿No quieres que te dé un empujoncito para que te caigas más rápido?
Reímos, pero de repente paramos nuestro recorrido. Felicia se detiene de golpe por lo que Elizabeth choca con su espalda casi cayéndose y, como me apoyo en el hombro de Liz, casi me voy al suelo yo también.
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Editado: 24.04.2020