Me dolía la cabeza como si hubiese sido golpeada por el equipo de fútbol de mi padre en la tercera ronda de un partido, que era cuando solían volverse mucho más agresivos, y, también, sentía que los músculos de mi cuerpo quemaban; parecían licuados por una industria de jugos. Busqué a tientas mis anteojos sobre el buró, pero sin éxito. No podía ver nada.
Después de mi encuentro con la extraña anciana, corrí hasta a casa. Vomité durante toda la noche; creí dejar el estómago sobre el váter. Cuando, por fin, caí rendida, mi padre no protestó. La fiesta sorpresa fue un éxito sin mí. De todas formas, no era como si realmente supieran quién era yo. La mitad de la preparatoria solo conocía a Lizzy y ni siquiera sabían que vivíamos bajo el mismo techo. Incluso, una chica le llevó un regalo a ella.
Me senté sobre el sofá y esperé a que mi vista se aclarara. Supuse que con los lentes sería más sencillo, pero sentía los estragos de una fuerte resaca crecer en mi interior. Lo más injusto era que nunca en la vida había probado ni una sola gota de alcohol. Todos mis síntomas obedecían a una pesadilla sobre una horrible anciana con su vela mágica.
Magia. Dios, que buena jugada.
Reí por lo bajo y negué con resignación. Tarde, me di cuenta de que aquello fue peor para mi dolor.
—¡Auch! —respingué y me llevé una mano a la cabeza, como si el sostenerla pudiera menguar el dolor.
—¿A caso se está riendo sola? —susurró una voz gruesa detrás de mí. Mis sentidos se avivaron al instante.
De inmediato, me puse de pie y me pegué a la pared como un gato que se aleja del chorro de agua que sale de una manguera. Desde esa posición, intenté observar con claridad al grupo de sombras que se erguían frente a mí, pero fue imposible.
Cuando una de esas imponentes figuras comenzó a crecer, alcé mi mano en su dirección y grité con fuerza:
—¡No te acerques!
Bien, sé que tal vez alguna amenaza habría sido una mejor idea, pero en ese momento era todo lo que tenía contra las manchas.
Funcionó. La sombra dejó de crecer a la distancia.
—Oye, venimos en paz —intentó decir otra de ellas y se acercó de la misma forma.
—¡He dicho que te alejes! —grité horrorizada.
Medidas evasivas, golpes efectivos de clases truncas de artes marciales y algunos gritos de auxilio fueron parte de los planes que comenzaron a recorrer mi mente. Necesitaba tener un plan listo y saber qué hacer en el momento en que alguna de esas formas se acercara lo suficiente.
—Técnicamente, dijo «no te acerques» —respondió otra voz.
Bueno, a pesar de que dejé las clases de krav magá a los doce, todavía recordaba algunos movimientos. Estaba segura de que, en una situación así, todavía podía ayudarme con una patada en el estómago.
—Creo que no puede ver sin sus anteojos —declaró una de las figuras, pero con mayor suavidad en el tono de voz.
—¡Y un cuerno con eso! —La primera mancha se acercó, de manera peligrosa, hacia mí—. ¡Oye! Niñita, por alguna extraña razón hemos despertado en tu habitación y…
Por lo general, el miedo me paralizaba, pero en esa ocasión fue distinto. Quizá fue el hecho de sentirme indefensa sin mi visión periférica a 20/20, o por los estragos de una resaca malograda o, tal vez, había vivido demasiado la noche anterior.
Sea lo que sea, funcionó.
Mi cuerpo actuó en modo automático. Mi mano logró acercarse lo suficiente al bulto, como para que mi pierna pateara su pecho. El hombre cayó frente a mí y soltó un gemido de dolor.
Una ola de risas siguió a mi gran hazaña. Mantuve la guardia en todo momento, pero una de esas sombras se movió mayor con agilidad y aprovechó mis puntos ciegos para colocarme los lentes por detrás. Me giré hacia él completamente perturbada.
Mi campo visual fue invadido por un hombre alto, de cabello castaño con genuinas ondas de rizos poco pronunciados que se arremolinaban unos sobre otros. Su tez era clara y tenía un rostro marmoleado con una intensa mirada azulada. Su cuerpo estaba bien trabajado. Cuando sonrió, mostró una hilera de dientes blancos, alineados a la perfección; los custodiaban un par de labios gruesos y rojizos, demasiado fantasiosos.
—Hola, Eddie —saludó como a un viejo amigo de campamento.
Retrocedí con lentitud hasta que mi espalda chocó con un cuerpo fuerte y frío. Cuando me di vuelta, encontré un par de ojos azul grisáceo que me observaban con detenimiento, un mentón de película griega y unos pómulos rojizos que estaban para morirse. Su cabello castaño se hondeaba con las ráfagas de viento que entraban por la ventana abierta junto a mi cama.
—Hola, tú… cómo sea que te llames. —Sonrió.
Me alejé por instinto, solo para encontrar a cinco hombres igual de asombrosos que me observaban con fijeza. Todos estaban para caerse de espaldas o comer un pan mientras amabas a Dios. Lamentablemente, aquel no era un motivo para no gritar despavorida por un poco de ayuda.
—¡PAPÁ!
—¿Qué demonios está haciendo? —preguntó uno de los chicos. Tenía cabello moreno, mirada grisácea, una tez pálida casi vampírica y un cuerpo para morir y bramar por un toque más.
—Denle unos minutos —indicó el hombre que me tendió los lentes. Una de sus manos estaba debajo de su mentón, con una mirada calculadora y divertida. Parecía sonreír burlón.
—¡No tengo unos minutos! ¡Tengo una maldita batalla que liderar! —gruñó otro castaño con ojos azulados. Este hombre tenía un cuerpo mucho más imponente que los anteriores, aunque no lo suficiente como para hacerle sombra a un luchador de la WWE. Era un ser para derretir los helados en verano.
—¡PAPÁ! —intenté de nuevo. ¡¿Dónde estaba ese hombre cuando se lo necesitaba?! ¡Habían entrado a la casa y él no aparecía!—. ¡Identifíquense o llamaré a la policía!
El hombre del fondo, que hasta el momento había permanecido inmóvil, se acercó con ligereza y me miró de arriba abajo como si fuera un mosquito, que deseaba la muerte al volar hacia un faro de luz. Su mirada verdosa lo hacía lucir mucho más intimidante que al resto. Parecía un dios griego en tierra profana y su cuerpo… ¡Jesús, ni siquiera tengo que describir su cuerpo! Me sentí pequeña e insignificante frente a él.