Una vez que los participantes se instalaron en la prisión ficticia, las dinámicas de poder comenzaron a desarrollarse con rapidez. En un principio, los prisioneros se mostraban confundidos e incómodos, mientras que los guardias parecían inseguros sobre hasta qué punto podían ejercer su autoridad. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que la situación tomara un giro inesperado.
Durante las primeras horas, los prisioneros intentaron aferrarse a su identidad individual, resistiéndose sutilmente a las órdenes de los guardias. Algunos se negaban a responder por su número asignado, mientras que otros se mostraban reacios a seguir instrucciones humillantes. Esta resistencia, aunque mínima, fue suficiente para que los guardias comenzaran a imponer su control de manera más estricta.
Las primeras sanciones llegaron en forma de castigos físicos ligeros, como obligar a los prisioneros a hacer flexiones o permanecer de pie durante largos periodos de tiempo. Pero la verdadera transformación ocurrió cuando los guardias descubrieron el poder de la humillación psicológica. Se instauraron reglas arbitrarias, los prisioneros fueron despojados de comodidades básicas y el trato se volvió cada vez más deshumanizante.
Algunos prisioneros intentaron protestar, pero rápidamente se dieron cuenta de que cualquier resistencia era inútil. La sensación de indefensión comenzó a instalarse en sus mentes, llevándolos a aceptar su rol de subordinación. En cambio, los guardias parecían disfrutar de la autoridad recién adquirida, volviéndose más sádicos con cada turno.
Este capítulo analizará cómo las primeras interacciones marcaron el rumbo del experimento y cómo, en cuestión de horas, una simple simulación se convirtió en un escenario de abuso real. ¿Fue la presión del entorno la que llevó a estos cambios de comportamiento, o hubo factores internos que predispusieron a los participantes a asumir sus nuevos roles con tanta facilidad?