Con el paso de los días, la frontera entre la simulación y la realidad se desdibujó por completo. Los prisioneros dejaron de verse a sí mismos como estudiantes participando en un experimento y asumieron completamente su identidad dentro de la prisión. Sus nombres fueron olvidados, reemplazados por los números que les habían asignado. Su postura, lenguaje corporal y hasta su forma de hablar reflejaban una sumisión total.
Los guardias, por otro lado, se sumergieron aún más en su papel. Aquellos que al inicio se mostraban reacios a la violencia comenzaron a participar activamente en los abusos. Se implementaron nuevas formas de humillación: los prisioneros fueron obligados a realizar ejercicios extenuantes en mitad de la noche, a limpiar inodoros con las manos desnudas y a imitar el comportamiento de animales para el entretenimiento de los guardias.
Uno de los momentos más escalofriantes ocurrió cuando los guardias instauraron un "ritual de liberación". Informaban a ciertos prisioneros que serían puestos en libertad, solo para luego negarles la salida y hacerles creer que no tenían opción más que permanecer en la prisión. Esta cruel táctica reforzó la sensación de desesperanza y sometimiento total.
El propio Zimbardo, actuando como "superintendente" de la prisión, se involucró cada vez más en el experimento. En lugar de intervenir para frenar los abusos, comenzó a justificarlos como parte del estudio. Cuando algunos prisioneros mostraron signos de colapso emocional, su respuesta no fue detener la simulación, sino analizar sus reacciones como si fueran sujetos de estudio en lugar de seres humanos.
Este capítulo explorará cómo la deshumanización afectó tanto a prisioneros como a guardias. Analizaremos los mecanismos psicológicos que permitieron que el abuso se normalizara y cómo la falta de límites llevó a una escalada incontrolable.