A medida que el experimento avanzaba, la situación dentro de la prisión de Stanford se tornó insostenible. La violencia psicológica y la humillación constante habían quebrado la voluntad de los prisioneros. Algunos de ellos comenzaron a mostrar signos evidentes de trauma: crisis de llanto incontrolables, ataques de ansiedad y pérdida total de la esperanza. La línea entre el experimento y la realidad había desaparecido por completo.
Uno de los momentos clave que aceleró la caída del estudio fue la visita de familiares y amigos. Cuando los padres de los prisioneros llegaron al sótano de Stanford para ver a sus hijos, muchos quedaron sorprendidos por su apariencia física y estado emocional. Sin embargo, en lugar de protestar inmediatamente, la mayoría aceptó la explicación de los organizadores y alentó a sus hijos a "ser fuertes", reforzando la ilusión de que realmente estaban en una prisión.
Pero la situación se salió de control cuando un prisionero, identificado solo por su número, sufrió una crisis nerviosa severa. Exigió su liberación entre gritos y sollozos, repitiendo que no soportaba más el abuso. Su desesperación fue tan auténtica que Zimbardo y su equipo dudaron por un instante si seguía actuando o si realmente había perdido la cordura. En lugar de detener el experimento inmediatamente, lo sometieron a una "evaluación" para determinar si su colapso era real o una estrategia para salir de la prisión.
El punto de quiebre llegó cuando Christina Maslach, una joven psicóloga que visitó la prisión para evaluar el experimento, se horrorizó al presenciar el nivel de degradación y abuso al que se sometía a los prisioneros. Fue ella quien enfrentó a Zimbardo y le hizo ver la realidad: lo que estaba ocurriendo no era un estudio científico, sino una tortura psicológica sin justificación ética.
Finalmente, el 20 de agosto de 1971, tras solo seis días de experimentación, Zimbardo ordenó la cancelación inmediata del experimento, que originalmente estaba planeado para durar dos semanas. Pero el daño ya estaba hecho: los participantes salieron marcados por la experiencia, algunos con secuelas psicológicas que tardarían años en superar.
En este capítulo, analizaremos los eventos que llevaron al colapso del experimento, el papel de los observadores externos y cómo la intervención de una sola persona fue suficiente para poner fin a un estudio que había perdido el control.