Desde su realización, el Experimento de la Prisión de Stanford ha sido objeto de intensos debates éticos que han cuestionado su validez y las decisiones tomadas por Philip Zimbardo y su equipo. A medida que el experimento se desarrollaba, los participantes sufrieron un deterioro emocional y psicológico evidente, lo que ha llevado a muchos a preguntarse si el estudio debió haberse detenido mucho antes.
Uno de los principales puntos de crítica radica en el papel de Zimbardo dentro de la investigación. No solo diseñó el experimento, sino que también asumió el rol de "superintendente" de la prisión, lo que generó un conflicto de intereses. En lugar de mantener una postura objetiva, permitió que la simulación avanzara incluso cuando los prisioneros mostraban signos claros de angustia. La intervención de su pareja, Christina Maslach, quien expresó su preocupación por el bienestar de los participantes, fue lo que finalmente llevó a la cancelación del estudio.
Otro punto clave en la controversia es el nivel de coerción que pudieron haber experimentado los participantes. Aunque inicialmente se les dijo que podían abandonar el experimento en cualquier momento, las declaraciones de algunos prisioneros sugieren que se sintieron atrapados, lo que pone en duda el grado de consentimiento informado con el que contaban.
A raíz de este experimento y otros estudios controvertidos de la época, se implementaron regulaciones más estrictas en la investigación psicológica. Se reforzaron los comités de ética y se establecieron normas más claras sobre la protección de los participantes en estudios experimentales, asegurando que su bienestar estuviera siempre por encima de cualquier objetivo académico.
Este capítulo analizará los dilemas éticos que rodearon al experimento, las críticas dirigidas a Zimbardo y las lecciones que la comunidad científica extrajo de este polémico estudio. ¿Fue un sacrificio necesario para el avance de la psicología, o una prueba de los peligros de la investigación sin límites éticos?