Sueños de Cristal

Capítulo 6

Elisa entró directamente a la cocina después de haberse dado una ducha —como era costumbre—, para desayunar antes de ir al colegio. Iba secándose el cabello con la toalla y pensando en dónde había dejado sus zapatos escolares, cuando la voz de su padre llegó a sus oídos. El tono irritado que usaba llamó su atención.

—Están despidiéndolos a todos, Ana. No tardan en darme mi finiquito a mí también.

—¿Y qué haremos? —escuchó que cuestionaba su madre.

—No lo sé… Mis compañeros hablan sobre comenzar un movimiento. Quieren protestar y que se termine con esto que hacen. Reemplazarnos con máquinas —rio con amargura—. ¿Cómo no vimos que esto pasaría? Era tan obvio...

Elisa no sabía qué era más sorprendente; si el escuchar a sus padres hablar como dos personas civilizadas, sin gritos; o el que reemplazaran a su padre por una máquina en el lugar donde trabajaba. Sentía el corazón acelerado por la información que daba vueltas en su cabeza y la pregunta que había hecho su madre se repetía una y otra vez: «¿Ahora qué haremos?».

Era gracias al trabajo de su padre por lo que tenían sustento. Cierto, su mamá también aportaba, pero solo una mínima parte. Y ella todavía estudiaba, por lo que no había pasado por su mente conseguir un trabajo, ni siquiera de medio tiempo. A pesar de los tiempos difíciles en los que vivían, a Elisa jamás le había faltado alimento ni nada indispensable, pero ahora… no lo sabía.

Un nudo se le formó en la garganta al imaginar la presión a la que se vería sometido su padre sobre todo tratando de conseguir alguna manera de continuar llevando pan a su mesa. Tal vez iría a buscar otro trabajo —que dudaba encontrara—, o quizás haría hasta lo impensable para tener de vuelta el antiguo.

—Tal vez a ti no te despidan —dijo su madre muy bajito. Elisa se asomó por la puerta entreabierta y vio a su padre mesar su cabello con frustración.

—Tal vez —respondió el hombre, pero hasta la chica pudo notar la poca convicción en aquella frase.

Cuando el silencio se alargó, Elisa supo que no podía seguir posponiendo su desayuno o terminaría por llegar tarde a la escuela, así que, tomando una profunda respiración y fingiendo una sonrisa, abrió la puerta y se dirigió directo al refrigerador.

—¡Buenos días! —saludó con fingido entusiasmo.

Giró sobre sus talones al tomar una manzana y observó a sus padres, quienes a su vez la miraban con curiosidad.

—¿Por qué todavía no estás lista? —cuestionó su padre frunciendo el ceño.

«Porque estaba escuchando su conversación a escondidas», pensó.

—Me levanté tarde. Pero ya casi estoy, no te preocupes.

Mostró una sonrisa de dientes completos y una risita tras ella la puso alerta. Caliel la había descubierto echando mentiras.

—Bien, date prisa que en quince minutos nos vamos.

La chica se apresuró a salir de la cocina y corrió directo hacia su habitación. Se puso el uniforme a toda prisa, se recogió el cabello en una coleta algo desordenada y se aplicó una cantidad mínima de maquillaje; todo esto sin dejar de tararear.

—No sé cómo haces para estar alegre todo el tiempo —dijo Caliel detrás de ella.

Le había dado su privacidad para cambiarse en el baño, pero cuando salió no pudo evitar decirle aquello. Había escuchado la conversación de sus padres y había visto también cómo le afectaba la noticia a su protegida, pero entonces ella simplemente había sonreído y parecido olvidar todo.

Admiraba su capacidad de desplazar las malas noticias como si no importaran. Admiraba su candidez, su ausencia de malicia. En el mundo en que se vivía ahora era visto como un defecto, pero a sus ojos era una cualidad. Era increíble ver cómo algo tan puro seguía existiendo en un mundo tan ruin, cómo la inocencia de Elisa seguía floreciendo aun con un ambiente tan corrupto rodeándola. Era como ver un rayo de luz, de esperanza, justo en medio de la más espesa oscuridad. Eso era lo que, a sus ojos, volvía especial a su protegida y la hacía brillar.

Elisa sonrió al escucharlo y comenzó a aplicarse rímel en las pestañas.

—No me gusta pensar en lo malo del mundo —contestó con simpleza. Hizo un gesto abriendo la boca para poder pintarse las pestañas inferiores y Caliel rio.

—Me gusta eso de ti.

—Lo sé, es imposible que no le guste a alguien.

Elisa rio batiendo sus maquilladas pestañas con coquetería y el ángel puso los ojos en blanco.

—Sí, como sea, señorita modesta. Vamos, que tu padre nos espera.

—Querrás decir me espera. Él ni siquiera sabe que existes —refutó la castaña, como siempre, divirtiendo a su guardián.

Mientras ambos iban sentados en el auto rumbo al colegio —Elisa en la parte delantera como copiloto y Caliel en la trasera—, no pudieron evitar sorprenderse al ver las calles principales infestadas de manifestantes. Llevaban pancartas y se plantaban frente a los edificios del gobierno exigiendo que les devolvieran sus empleos. Querían justicia o si no «el pueblo la tomaría por su propia mano», como decía uno de los cartelones.




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