Sueños de un Testigo Perdido: Fragmentos de la Realidad

El juramento

Como sucedería con cualquier adolescente al que solo le queda un año de escuela secundaria, odié a mis padres por hacer que nos mudáramos. Habría sido manejable si solo fuera entre condados, ¿pero entre estados? Que se vayan a la mierda.

Claro, fue dramático, pero decidí hacer un juramento de silencio a modo de protesta. Si querían arrebatarme a mis amigos, entonces yo quería arrebatarle a su hijo.

La escuela fue dura al comienzo, con todos muy interesados sobre por qué el chico nuevo no hablaba. Pero, al final, la atención se disipó. Creo que una vez que comprendieron que realmente no iba a hablar, comenzaron a tenerme miedo. Tenía que estar bastante jodido de la cabeza como para no hablar, ¿cierto?

Originalmente, tenía planeado quedarme mudo durante más o menos el primer semestre. Una vez que llegaran las vacaciones de invierno, volvería a la normalidad. Sin embargo, descubrí que me gustaba cómo las personas te dejan en paz cuando literalmente no tienes nada que decir. Decidí con finalidad que nunca hablaría de nuevo.

Un día de noviembre, llegué a casa de la escuela y me encontré con mi padre. Eso fue inusual, pues nunca salía temprano del trabajo. Estaba desmayado en el sofá frente a la televisión. Caminé a la cocina y encontré docenas de botellas vacías de cerveza por todo el mostrador.

—Miren quién llegó a casa.

Me giré y vi a mi padre en el marco de la puerta detrás de mí. La ira se ondulaba en sus ojos. Comenzó a pasearse por la cocina lentamente.

—Adivina a quién despidieron hoy.

Lo señalé.

—Chico listo. Y adivina quién me ha estado causando todo el estrés que arruinó mi desempeño laboral.

Lo señalé de nuevo, con tanto sarcasmo como un gesto físico podía contener. Se rio cruelmente.

—¿Aún no vas a hablar?

Negué con la cabeza.

—Pues bien. Te ayudaré con eso.

Súbitamente, lo tenía encima de mí golpeándome en la cara. Me aturdió por un momento, y me desperté en el piso. Podía sentir que mi nariz estaba rota. Solté un quejido.

Mi padre estaba hurgando uno de los cajones, buscando algo.

—¿En dónde putas están las tijeras?

La sangre en mi nariz se derramaba sobre mis labios. Se dio la vuelta y me miró.

—Me voy a asegurar de que nunca hables de nuevo.

Caminó hacia mí y me alzó del piso rudamente.

—Ya levántate de una puta vez, retrasado, y ayúdame a encontrar las tijeras.

Apunté al techo arriba de mí.

—¿Qué? ¿Están arriba, en tu cuarto?

Asentí.

—¿Por qué, para cortarte los pelos del coño?

Negué con la cabeza y sonreí. Comenzó a darse cuenta, y sus ojos se ampliaron.

—No estás tan jodidamente loco, ¿o sí?

Abrí la boca lentamente y saqué el pequeño bulto que quedaba de mi lengua.

—Aaaaaaaaaaah —dije.




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