Suerte al zombi

4. La última lágrima

Ya cerca de la medianoche, cuando ya se había cansado de vagar sin destino y como no tenía hambre ni sed, se detuvo y al apoyarse contra una pared llena de carteles en un lugar en construcción, empezó a pensar.

Se dio cuenta de que era una necesidad constante de ruido lo que lo había llevado a andar por esas calles tan transitadas. Incluso, se había detenido en tienda de videojuegos. Un hombre probaba su puntería en un juego de policías tridimensional. El alboroto que producían estas máquinas parecía ser lo único que saciaba su sed de sonidos.

Los únicos dos sentidos que conservaba eran los que lo dominaban: su vista, que lo obsesionaba buscando los detalles más insignificantes y así posaba su mirada en el humo que salía por la rejilla de respiración del subterráneo o en las miradas perdidas de los “calaveras”, como los llamaba su abuela, que deambulaban por la noche buscando un boliche para bailar o algún que otro sauna; el oído, que también cumplía con su función habitual, lo atraía hacia todos los sonidos, algunos provenientes de profundas cañerías que corrían bajo sus pies, otros más cercanos como bocinas, gritos, frenadas, el murmullo al oído de dos jóvenes amantes apoyados contra una pared, un cordobés que mientras le tendía la mano y ponía cara de cómplice soltaba un hipnótico:

—¿Sauna?

Luego, mientras se alejaba, Luis había escuchado cómo lo puteaba.

Contuvo sus recuerdos, se despegó de los carteles y siguió caminando. No aguantaba estar mucho en un mismo lugar. El oído era insaciable, más que la vista, y seguía hambriento de crepitantes sonidos. Así fue que cuando Luis llegó a una esquina en la que se encontraba un videoclub se paró frente a la vidriera, enfrentando las rejas negras, interesado por las cajas de películas clase B norteamericanas. Creó fantasmáticas y tenebrosas melodías mientras pasaba su mirada por Lugosi, Karloff y variados monstruos que lo miraban desde bizarras cajas. Cuando hubo terminado de crear una canción para cada película y su oído quedó libre a los ruidos externos, uno de éstos fue el que llamó su atención.

Era el chisporroteo del tubo de neón del negocio que, de repente, había empezado a encenderse y apagarse. Luis se quedó parado escuchando como hipnotizado, con la cabeza levantada, mirando hacia el cartel que constantemente prendía y apagaba sus luces fluorescentes verdes. Mientras la luz quedaba prendida leía la misma frase: “La Tienda B”, luego miraba la oscuridad hasta que el tubo se prendía nuevamente.

Estuvo parado en aquella esquina hasta que el tubo de neón no aguantó más su mirada y explotó produciendo un ruido parecido a aceite hirviendo. Luis empezó a caminar, lentamente esta vez, y no tardó en llamarle la atención un grupo de pegajosos sonidos: cumbia. Su oído no pudo resistir y lo arrastró directamente hasta la puerta del lugar del que salía la melodía. Nunca le había gustado la cumbia, simplemente aborrecía la música que se hacía específicamente para bailar, pero en aquel momento le pareció que cualquier melodía saciaría a sus oídos y esa cumplía precisamente con una consigna que le interesaba: olvidar y sonreír mientras se bailaba. Aquellos sonidos eran el perfecto afrodisíaco para su alma atormentada y llenaban una parte de él que estaba vacía.

Si él hubiera sabido en ese momento que estaba muerto habría descubierto la razón, ya que el hecho de que el corazón de una persona no esté latiendo deja al ser en el más profundo silencio. Sin embargo, Luis no podía darse cuenta de esto.

Levantó la cabeza para ver el nombre del lugar. Otra vez las luces de neón, éstas con firuleteadas letras blancas permanentemente encendidas, le gritaron: “La Esquina del Sol”. Decidió entrar.

Pasó al lado de un patovica cabezón que parecía encajado a golpes de martillo en una remerita roja. Miró los relucientes zapatos de Luis y desvió rápidamente la vista.

Mientras se adentraba en el lugar a través de un psicodélico pasillo y la intensidad de la música se elevaba y penetraba en sus oídos, se dio cuenta que caminaba más rápido y se dijo, con una sonrisa, que él sería como los protagonistas de los juegos de computadoras: la música era el alimento que encontrabas en el camino, lo tomabas y un tanto del rectángulo que indicaba la energía se llenaba. “Bueno…”, pensó Luis, “mi rectángulo está casi lleno ahora”.

El lugar era un boliche de mala muerte, sus paredes asemejaban viejas catacumbas ya que habían excavado cuadrados y rectángulos, donde las personas se sentaban con las piernas colgando en el aire y tomaban coloridas pociones. Un reflector blanco colgaba sobre la pista y despedía una frenética luz intermitente que se mezclaba con luces de diversos colores. Estaba casi lleno y había muchas personas bailando, aparte de las que se encontraban en los rectángulos. Pocos adolescentes, la mayoría tenía más de veinte. Había algunas mesas, pegadas a una barra sobre la que bailaba una voluptuosa morocha de robustas piernas.

Mientras caminaba hacia una de las mesas que estaba vacía, se pasó la mano por el pelo, tratando de acomodarlo, y pudo ver como un mechón grande se le había quedado prendido entre los dedos. Se asombró. ¿Le habrían puesto alguna sustancia extraña en el pelo los tipos de la funeraria? Aunque el mechón de pelo estaba con sangre, no sintió ningún dolor. Se sintió extraño. “A la mierda”, se dijo, “mejor” y pasó sus manos por la pared, dejando pegado el mechón mientras se acercaba a un asiento y advertía que la morocha que bailaba en la barra era en realidad un exuberante travesti. Éste, al verlo, le sopló dos besos a través de sus labios de colágeno.

Luis pasó por el medio de la pista, empujando cuando debía hacerlo por lo que se ganó muchas miradas furiosas. Al llegar a una mesa vacía, se dio vuelta y vio cómo un cuarentón sentado en una de esas catacumbas se drogaba. Simplemente, se comía el polvo blanco y reventaba a carcajadas. Se acordó de su sueño y le pareció que el tipo se parecía mucho al que se alejaba con un perro; la misma carcajada sarcástica, molesta.




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