— Y entonces, los bandidos atacaron al príncipe Felipe en medio del bosque, y le robaron todas sus cosas: su dinero, su ropa y sus armas— finalicé mi exposición con entusiasmo, ocultando que lo había leído todo en un libro. Esperaba que todos mis compañeros de clase reaccionaran con esta historia repleta de acción y aventura, pero no fue así. Sus rostros se veían de ese color grisáceo de siempre, totalmente inexpresivos. Incluso daba la impresión de que estaban aburridos. Algunos miraban sus celulares, otros dormían en sus bancos, o dibujaban. Yo me preguntaba qué era exactamente lo que había intentado lograr; todas las personas de Catwell, conocidas y desconocidas, eran así, siempre lo habían sido. Sus ojos eran color gris, y sus rostros siempre mostraban la misma expresión de miseria, cansancio, aburrimiento y tristeza. ¿Por qué hubiera sido distinto esta vez? ¿Cómo podrían volverse felices?
La vida siempre había sido aburrida en este pueblo: los niños no jugaban, los adultos nunca pasaban tiempo con sus hijos. La gente no era amable, y prefería no hablar demasiado. Todos hacían la misma rutina día tras día. La nieve caía constantemente. El frío nos azotaba desde que tengo memoria, y las ventiscas eran terribles. En varias ocasiones había oído hablar a mi madre sobre algo llamado Sol. Algo que según ella había sido fuente de calor, y todos los días yo me preguntaba qué había pasado con él. Todo lo que tenía en mi armario eran abrigos de todos los diseños y colores existentes. Cuando era pequeña, mi madre no solía dejarme salir de casa. Decía que nosotras teníamos algo que los demás no. Algo que los demás considerarían odioso.
Una vez que comencé a ir a la escuela y a juntarme con otros niños, entendí a qué se refería. Yo hablaba demasiado, y no de la misma forma monótona con la que hablaban mis compañeros: los aturdía y cansaba. Era demasiado energética, y mi piel no era de ese color grisáceo, tenía color al igual que mi cabello y mis ojos. En otras palabras, era distinta, singular, no sólo mental sino también físicamente. Siempre me pregunté por qué. Tenía una especie de brillo que nadie más, excepto mi madre, portaba.
Miré hacia el escritorio del profesor esperando a que me pusiera una calificación. El silencio había invadido el salón desde hacía unos segundos y estaba comenzando a sentirme incómoda. Las miradas penetrantes y oscuras de mis compañeros se encontraban clavadas en mí, así que comencé a frotar mis manos entre sí.
— Señorita Ridgestone, su historia fue un tanto... singular— comentó el profesor Tinston tras haberme observado por unos minutos. Él era el profesor de literatura, aunque mucho no se hacía en su materia, puesto que hacía ya unos años la reina había prohibido los libros. Incluso había quemado todos los existentes en una hoguera. Mi madre había logrado esconder unos cuantos, para que yo pudiera disfrutarlos algún día, desafiando así la autoridad de Mafera.
— ¿Por qué los quemaron?— le había preguntado a ella en varias ocasiones.
— Los libros son fuente de información, de esperanza. Ella quiere que seamos ignorantes, que no nos hagamos preguntas. Así nadie tendría ni la fuerza ni el ánimo para levantarse en su contra— Me explicó mi mamá, una noche cuando nos encontrábamos sentadas frente a la chimenea de nuestra pequeña y humilde casa.
Por esa falta de libros, cuando contábamos una historia en la clase de Literatura, debíamos crearla en el momento, con nuestra propia imaginación, algo de lo que carecían muchos estudiantes. Normalmente, recitaban poemas tristes que hablaban de la miseria y otras cosas deprimentes. Más de una vez me quedé dormida mientras esto ocurría: era demasiado aturdidor para mis oídos. Yo parecía ser la única persona que realmente sabía el significado de la verdadera diversión.
— Yo preferiría llamarlo emocionante y original, señor Tinston— le dije incrédula.
— Como sea, regrese a su pupitre, y por favor no moleste— me dijo él apuntando hacia un asiento vacío al final de la sala.
— ¿Y mi nota?— pregunté.
—Ya se enterará algún día…
Solían ubicarme atrás de todo, no porque no hablara o me portara bien, sino porque el simple hecho de verme fastidiaba a mis maestros. No me quejaba. De hecho, desde mi asiento podía ver a través de la ventana, algo que me quedaba haciendo con mucha frecuencia. Veía cómo los copos de nieve se deslizaban a través de las hojas de los árboles y trataba de imaginar el Catwell del que mi mamá solía hablar. Decía que el cielo era azul, y que había flores por todos lados, en especial durante la primavera, que en este momento no existía.
Editado: 26.06.2020