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Kinyo decidió tomar el camino más largo hacia el templo, y se fue por la playa. Se quitó las sandalias para que la arena caliente masajeara sus pies. El día estaba soleado y despejado. Las palmeras se movían y cuchichiaban al ritmo que les indicaba una brisa suave. El mar en esa playa se veía de un azul verdoso brillante, y se mantenía así unos ocho metros. Luego había un desnivel, donde había corales y ya empezaba a verse bastante vida marina. Después, la oscuridad. La falta de luz pintaba el mar de un azul muy oscuro y atemorizante. Tanto así que los mayores nunca tuvieron que advertir a los jóvenes sobre no acercarse a esa área. Volteo a ver a Ying y Yang: dos montañas que parecían gemelas en su forma, pero con vegetaciones que le daban distintos colores. Ying era de un verde con tonos marrones, más árida y espinosa. Parecía dura y mezquina. Del otro lado del río, Yang era de un verde más optimista y árboles altos, debido a que siempre su cúspide estaba rodeada de nubes que le daban un microclima especial. Se veía misteriosa, escondida entre nubes y niebla; llena de promesas, secretos o riegos desconocidos. Era, también, la más alejada del templo. Para llegar a ella había que cruzar el río. A los jóvenes siempre les atraía Yang. Los mayores preferían a ying, por ser más cercana, sincera y confiable, a pesar de sus espinas.
A medida que se acercaba al templo, Kinyo fue resucitando a su hermano y otros zombis en sus recuerdos (su hermano se había convertido hacía 2 años): en aquel arroyo habían acampado, cuando aprendían a ser exploradores; en aquel campo jugaban con una pelota hecha con pieles de animales; detrás de los jardines del templo competían para saber quién los representaría en los juegos de la comarca… Su cara se llenó con una sonrisa que se alimentaba de un pasado que le costaba dejar y que, presentía, nunca volvería.
Mientras se acercaba al templo, también lo hacía al presente. Ese lugar, que antes le causaba fascinación, ahora le provocaba rechazo. Pero no podía desobedecer a los maestros. Debía reconocer que, gracias a ellos, las cosas no estaban peores.
Los maestros eran seres elegidos que tenían un poder especial transferido por los ancestros. Gracias a ellos, los humanos podían sobrevivir. Ellos lograban controlar a los zombis y sus ataques. El único problema es que insistían en que debían convivir con los zombis. Decían que ese era un estado temporal; que la cura aparecería y que la mayoría recuperaría a sus seres queridos.
«Fácil decirlo, cuando no eres víctima de sus ataques», pensaba Kinyo.
En la entrada al templo estaba el maestro superior, Armentia. Su cara, seria e indescifrable, causaba respeto hasta en los zombis y sus perros. Al verlo, le hizo un gesto a Kinyo para que se acercara.
Le indicó que caminara junto a él. No entraron al templo, como pensaba Kinyo; caminaron a su alrededor, por los jardines.
—Quiero acabar con los ataques de los zombis —dijo Armentia—. Y para ello necesito tu ayuda.
Aunque le causaba pesar por su hermano, a Kinyo le causó satisfacción que Armentia al fin quisiera acabar con los zombis.
—Enfrentarlos yo solo sería imposible. Necesito apoyo de un equipo, y el resto de los seres humanos le temen demasiado como para unírseme. ¿En qué ha pensado? —respondió Kinyo.
—No me mal interpretes. No quiero que te enfrentes a los zombis, quiero que te les unas; que trabajes con ellos —dijo Armentia.
—¿Quiere que los ayude a seguir masacrando seres humanos? —pregunto Kinyo incrédulo.
—Por el contrario, quiero que cesen los ataques. Pero no basta que los maestros tratemos de controlarlos. Eso no es suficiente. Sabemos que en cuanto salen de nuestra atención, o del control energético del templo, atacan sin piedad. Eso es lo que quiero acabar. Y creo que la única forma de que eso suceda es que entiendan lo importante que es aliarse con los humanos; que la decisión de no atacarlos nazca de ellos, y que no lo perciban como una imposición.
—Esa tarea es casi imposible, y no creo que yo sea la persona más adecuado para llevar a cabo sus planes.
Armentia, cosa muy extraña, mostró una sonrisa llena de malicia.
—El mes que viene, ya es un hecho, llegarán los zombis de Los Castaños. Tendremos que enfrentarnos a ellos, y nunca los hemos vencido. Esas batallas contra otros territorios es el único momento en que zombis y humanos se unen. Al menos, temporalmente. Quiero aprovechar esa particular batalla para que la unión se mantenga en el tiempo.
—¿Y qué pinto yo en todo eso? —preguntó Kinyo.
—Te conozco, Kinyo. Sé que, a escondidas, eres un estudioso de los pergaminos antiguos que sobreviven en la biblioteca del templo, como tu madre. También sé que ella te dejó la colección de pergaminos que había comprado y reunido. Sé que has leído de estrategia y táctica; que has estudiado las distintas batallas del hombre a lo largo de su historia. También conoces las técnicas de los antiguos guerreros y sus movimientos.
Armentia se volteó a verlo a los ojos.
»Todo ese conocimiento es invaluable para nuestros zombis. Ellos son siempre la avanzada de nuestros ejércitos, los que sufren más bajas. Eso tienes que reconocerlo.
—Eso lo reconocemos todos —respondió Kinyo —. Aunque no entiendo por qué, muchos de los zombis son los héroes de la población humana. Pero eso se debe a que se han convertido y tienen capacidades físicas y una agresividad que nosotros desconocemos. Pero ellos no van a la batalla pensando en protegernos, van por su hambre, por triunfos y víctimas.
Editado: 06.02.2022