—¿Qué pasó con mi supuesta hermana? ¿Qué es de ella?
El silencio que sigue a su pregunta es casi tan inquietante como la mirada impasible del rey Aleron. Finalmente, él suspira y responde con voz serena pero firme:
—No tenemos información sobre ella. Es casi imposible que un licántropo encuentre el recinto de las brujas. Ellas han perfeccionado sus artes para borrar cualquier rastro de olor de su cuerpo. Ni siquiera la comunidad vampírica ha logrado dar con ese lugar.
Elara frunce el ceño, sintiendo un nudo en el estómago.
—¡¿Vampiros?!
Aleron asiente lentamente, sin apartar la vista de ella.
—Por supuesto, ¿o acaso no lo sabías? Siempre estuviste bajo el cuidado de uno de ellos. Siendo ellos menos vulnerables al poder de las brujas, eran los únicos que podían protegerte. Eres peligrosa para las brujas, porque eres nuestra fuente de energía. Ya las vencimos hace un siglo en la última batalla, y todo fue gracias a tu enorme poder. Pero recuerda..., eres poderosa solo si estas al lado de tu SuperAlfa.
Elara traga grueso, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda. Hasta hace unas horas, su mayor temor era estar atrapada entre los hombres lobo, pero ahora comprende que hay horrores peores acechando en la oscuridad. Brujas, vampiros…
Recuerda como las historias que su madre le contaba de niña comenzaban como meros susurros de advertencia, relatos que hablaban de seres nocturnos llenos de magia, unos con garras afiladas y otros con ojos de pupilas rojas como la sangre. Al principio, eran solo cuentos para mantenerla cerca del fuego, para evitar que se aventurara demasiado lejos en la oscuridad. Pero a medida que crecía, las historias se volvían más intensas, más crudas, revelándole las verdaderas atrocidades que acechaban en la noche.
Los vampiros no eran románticos ni trágicos, no eran almas atormentadas en busca de redención. Eran depredadores perfectos, sombras que se deslizaban entre la penumbra con la paciencia de un cazador y la crueldad de un dios sin misericordia. A diferencia de los hombres lobo, que solo sucumbían a su naturaleza bajo la luna llena, los vampiros no necesitaban un motivo ni un momento. Cazaban siempre. Su hambre era una condena eterna que no daba tregua ni segundas oportunidades. Y ahora, descubre que uno de ellos ha estado protegiéndola toda su vida.
«Pero, ¿por qué?».
—¿Qué tipo de conexión tengo con los vampiros?
—Los vampiros no tienen ningún tipo de conexión contigo —responde el rey Aleron, su voz resonando con un matiz sombrío—. Ellos solo la tienen con las brujas. Desde el primer anochecer de los tiempos sobrenaturales, ambas razas, la vampírica y la licántropa, han prevalecido debido a una maldición…, una que nació del deseo y la avaricia eterna; la otra, del dolor y la desesperación.
»Hubo una vez una mujer, una bruja cuyo poder no tenía precedente. Su nombre era Alice Kyteler. No era simplemente una hechicera; ella fue la primera, la madre de la magia oscura, la que inauguró el sendero prohibido de los conjuros y las maldiciones. No existía otra como ella, porque antes de Alice, la brujería no era más que una suposición en la oscuridad, un misterio aún sin desvelar.
»Una noche, cuando su amante cayó en el abrazo frío de la tumba, Alice se negó a aceptarlo. Sus lágrimas no fueron suficientes, sus súplicas al destino tampoco. Así que recurrió a lo único que podía torcer el curso natural del mundo: la magia negra, un rito nacido del odio, la obsesión y el amor enfermizo.
»Pero la muerte no es generosa. Y cuando el rey Caín Vesper, el hombre que Alice había amado con locura, abrió los ojos una vez más, algo en él estaba roto. Regresó, sí, pero no como el hombre que ella conoció. No había dulzura en su mirada, ni recuerdos en su alma. Había nacido algo más. Algo hambriento. Algo inmortal. Caín se convirtió en el primer vampiro, un ser condenado a existir en las sombras, con un corazón que ya no latía y una sed que jamás podría saciar.
»Durante días, Alice intentó restaurar los recuerdos y la personalidad de Caín. Usando la magia de la luna llena, realizó un conjuro para traerle todo su ser de vuelta, pero fracasó. La luna llena no emite suficiente magia como para rasgar los recuerdos del pasado y devolverlos a la mente de Caín. Fue entonces cuando Alice comprendió que solo aquella superluna, la que aparecería dentro de cinco años, podría completar su conjuro. Pero para lograrlo, necesitaba que el aullido de un lobo emergiera en medio del ritual.
»Los lobos del bosque eran demasiado frágiles, sus aullidos se perdían en la inmensidad del cielo sin siquiera rozar la luna. Alice lo sabía. Necesitaba más. Necesitaba una criatura cuya voz pudiera atravesar la noche y despertar la magia de la superluna. Así que tomó a un hombre y lo maldijo, retorciendo su carne y su alma hasta convertirlo en algo nuevo, algo feroz: el primer licántropo. No tenía las habilidades insondables de Caín ni su dominio sobre la muerte, pero poseía algo más temible…, la capacidad de destruirlo. Su mordida, su simple roce, podía ser el final del vampiro.
»Alice no lo hizo así por compasión ni por ambición. Lo hizo por miedo. Sabía que, tarde o temprano, Caín se cansaría de ella. Sabía que, cuando eso sucediera, la mataría sin titubear. Creyó haber creado el arma perfecta para mantenerlo bajo su control. Sin embargo, no previó el verdadero horror de su propia creación: bajo la luna llena, el licántropo se convertía en un monstruo sin memoria ni voluntad. No servía a nadie. No obedecía órdenes. Solo cazaba.
»Caín descubrió la existencia del hombre lobo unas noches antes de que la superluna iluminara el firmamento. La sola idea de que existiera otro ser con la fuerza suficiente para desafiarlo era intolerable. Un depredador con el poder de herirlo, quizás incluso de matarlo. Su orgullo y su furia se avivaron con ese hallazgo, y su necesidad de erradicar a su creadora creció con cada instante.