Elara camina junto a Matías por los pasillos del palacio, de regreso a la planta alta dirigiéndose a los aposentos de la Madre Luna. A cada paso, su mente sigue atrapada en la conversación con el rey Aleron, en todo lo que ha descubierto y en lo que aún le cuesta aceptar. Su cuerpo está en movimiento, pero su mente sigue repasando una y otra vez la historia que él le ha contado.
Al llegar al salón del piano, nota que este es negro. Claro, lo recuerda: tras subir las escaleras, no giraron a la derecha, sino a la izquierda. Eso solo puede significar una cosa: hay dos salones con piano. El eco de sus pasos resuena en las altas paredes decoradas con esmero. Todo parece una réplica exacta en cuanto al diseño y la disposición de las esculturas, salvo por un detalle: el color del piano. La suave luz matinal se filtra por los ventanales, tiñendo las esculturas y las pinturas con un resplandor dorado que otorga al lugar una atmósfera solemne y casi sagrada.
Siguen avanzando hasta el lado izquierdo del salón, donde se abre un pasillo que, a simple vista, parece idéntico al que vio cuando iba camino al salón del trono del rey. Sin embargo, al adentrarse en él, Elara percibe una diferencia crucial: las paredes de este pasillo están adornadas con retratos de las antiguas Madres Lunas. Mujeres de distintas épocas, pintadas con diferentes técnicas y estilos, pero todas compartiendo una esencia en común. Sus ojos se detienen en cada cuadro, observando con curiosidad los rostros de aquellas que ocuparon antes ese lugar.
De repente, su respiración se detiene por un instante. Sus ojos se fijan en un cuadro que resalta sobre los demás, no solo por su posición, sino también por su tamaño. Es más grande, imponente, como si su presencia demandara atención. En la pintura, una mujer de rasgos familiares la observa desde el lienzo con una expresión serena y penetrante. Elara se pone pálida al notar el asombroso parecido a ella. Su mirada desciende hasta la placa dorada bajo el marco: Ruth Spencer. La primera aparición. La que descendió de la misma luna.
Con el pulso acelerado, desliza la vista hacia los demás cuadros que siguen y su estómago se tensa al encontrar otra imagen de igual tamaño e importancia. No hay dudas, es otra Superluna. Y, al igual que la anterior, es idéntica. Su nombre resplandece con letras doradas en la placa: Sofía Kleber. La primera reencarnación.
Cuando avanza y su mirada se posa sobre el último retrato de la SuperLuna, una oleada de desconcierto y asombro la invade. Está de pie frente a la pintura de Elizabeth Lochte, y no es solo un retrato más; es como si estuviera viendo un reflejo de sí misma en el lienzo. La técnica de la pintura es sorprendentemente avanzada, cada trazo tan meticuloso que la imagen parece estar a punto de moverse. La precisión con la que han capturado cada detalle de su rostro, su expresión, sus ojos, es inquietante.
Elara siente un escalofrío recorrerle la espalda. Es como si la historia misma le estuviera confirmando en un susurro que ella es parte de algo mucho más grande de lo que jamás imaginó. Que su destino ha estado sellado desde hace siglos, predicho y esperado por generaciones enteras.
—¿Te sorprende? —pregunta Matías con voz baja, observándola de reojo.
Elara traga saliva y asiente levemente, sin apartar la vista del retrato.
—No solo me sorprende... Me inquieta —admite, sintiendo un nudo en el estómago.
Matías no responde de inmediato. En su mirada hay un atisbo de comprensión, él entiende todo lo que ella siente en ese instante. Él mismo ya ha pasado por ese proceso de descubrir que su destino siempre ha estado trazado antes de su nacimiento.
Elara da un paso atrás, aparta la mirada del retrato y continúa avanzando, No quiere seguir viendo. No quiere seguir preguntándose qué más le espera en ese camino que jamás eligió recorrer. Sin embargo, algo dentro de ella le dice que no hay escapatoria. Que, le guste o no, su historia también estará escrita en este pasillo, con un retrato que lleve su nombre en dorado. Y lo peor de todo... es que no sabe si está lista para afrontarlo.
Matías se detiene frente a un gran portón dorado. Da tres suaves golpes sobre la madera tallada y espera. Pasan apenas unos segundos antes de que la puerta se abra desde dentro, revelando un cálido resplandor proveniente de las lámparas de la estancia.
—La Superluna vino a ver a la Madre Luna —anuncia Matías.
Luego voltea hacia Elara, le dedica una sonrisa serena y, con un leve movimiento de la mano, la invita a acercarse.
—Puede pasar. La Madre Luna la espera, mi reina.
Elara respira hondo y cruza el umbral. Al adentrarse en la habitación, su mirada recorre el entorno: es un salón amplio, iluminado con la suave luz de múltiples velas dispuestas en candelabros de oro. El mobiliario es elegante, digno de la realeza, pero lo que más destaca es la mujer que la observa desde el centro de la habitación.
La Madre Luna es una mujer que pasa de los cincuenta años, con una presencia que impone respeto. Su cabello oscuro está recogido en un moño pulcro, y sus ojos, llenos de sabiduría, parecen atravesarla con un solo vistazo. Su porte es majestuoso, sin dejar lugar a dudas de que es una reina.
—Así que tú eres Elara —dice con una sonrisa cálida, pero serena—. Me alegra que hayas venido.
—No me dieron muchas opciones —responde Elara, llevándose las manos a la cintura.
La Madre Luna suelta una risa suave.
—No lo dudo. Aquí no suelen pedir permiso para muchas cosas. Pero créeme que esta charla no tiene ninguna obligación detrás. Solo quiero conocerte —dice ella, extendiendo una mano en un gesto calmado hacia una pequeña mesa de madera con dos sillas —. Ven, siéntate conmigo. Hay mucho que debemos hablar.
Elara vacila por un momento, su instinto le dice que desconfíe, pero al final avanza y toma asiento frente a ella.
—¿Y tú qué eres exactamente? ¿Otra criatura mágica? Dicen que eres la Luna ¿Tienes el poder de brillar como la luna o algo así?