Elara recorre la habitación con la mirada, sintiendo cómo la curiosidad le cosquillea bajo la piel. Si hubiera un pasadizo secreto aquí, ¿dónde estaría? Sus ojos se detienen en el gran armario de madera oscura, alto y robusto, con tallados antiguos en las puertas. ¿Podría una de esas tablas esconder una entrada? Luego, observa la alfombra tejida a mano que cubre parte del suelo; tal vez debajo de ella haya una trampilla. Se fija en la chimenea de piedra que apenas calienta la estancia. ¿Y si uno de los ladrillos, al presionarlo, activa un mecanismo? También contempla el tocador cubierto de frascos y perfumes, preguntándose si algún espejo se desliza para revelar algo más. Incluso la cortina pesada que cae desde el techo al rincón izquierdo le parece sospechosa por un instante. Este lugar parece construido para guardar secretos…, y ella no puede evitar sentir que, en cualquier momento, las paredes podrían abrirse y mostrárselos.
—No está en esta habitación —dice Evelyn, interrumpiendo sus pensamientos mientras camina con calma hacia la puerta.
—¿No? —pregunta Elara, siguiéndola con la mirada.
—Sería muy obvio. Créeme, varios SuperAlfas transformados en lobos han registrado cada rincón de esta habitación. Han movido muebles, revisado las paredes, incluso han levantado las alfombras buscando grietas. Nunca encontraron nada. Y eso es porque estaban buscando en el lugar equivocado.
Elara asiente, curiosa y ligeramente emocionada.
—¿Me lo vas a mostrar?
Evelyn gira la cabeza con una sonrisa cómplice.
—Sí. Pero esto queda entre tú y yo. Sé discreta. Nunca hables de este lugar con nadie. Jamás.
—Lo prometo.
Ambas salen al pasillo con naturalidad, como si fueran simplemente dos mujeres que salen a tomar el aire. Matías, apoyado contra la pared, endereza la postura al verlas salir.
—Matías, no nos sigas —dice Evelyn con tono firme pero sin hostilidad—. Es un asunto privado de mujeres.
El SuperAlfa duda un instante, frunce el ceño, pero luego asiente.
—Como diga, Madre Luna.
Avanzan en silencio por los corredores de la planta alta, donde el eco de sus pasos se mezcla con el susurro lejano del viento que se cuela por las rendijas del palacio. Bajan con cuidado por la gran escalera de madera oscura, cuyos peldaños crujen suavemente bajo cada paso, como si protestaran por ser molestados a esas horas de la mañana. Ya en planta baja, se dirigen hacia el ala este, doblando por varios pasillos adornados con lámparas de aceite titilantes y retratos de paisajes antiguos.
Finalmente, llegan a un sector que parece brillar gracias a la luz que atraviesa los altos ventanales de cristales coloridos. Varias esculturas de piedra decoran ambos lados del corredor con una solemnidad casi teatral. Al fondo, una puerta entreabierta deja entrever bultos de cerámica y bloques de piedra sin tallar: una señal clara de que este pasillo da a un taller de ebanistería. Elara no necesita que se lo digan; el olor a madera fresca y polvo de mármol lo confirma todo.
Evelyn se detiene a mitad del pasillo. La luz que atraviesa los vitrales cae sobre su rostro, haciendo que su piel brille como si la bañara un arcoíris. Dirige la mirada hacia su derecha, donde yace una estatua que parece formar parte de la arquitectura misma: una mujer de semblante sereno, con una luna creciente tallada entre sus manos, justo frente al pecho. Viste una bata larga que se desliza hasta sus pies, y su cabello ondulado descansa con una naturalidad inquietante sobre los hombros, como si una brisa suave hubiese quedado atrapada en el mármol en el instante exacto de su soplo.
—Ella es Vivianne Mortem, una de las antiguas Madres Lunas —explica Evelyn, mientras acaricia con delicadeza la escultura a su derecha—. Tenía un alma creativa. Amaba el arte, especialmente la escultura. Muchas de las figuras que verás repartidas por el castillo fueron hechas por sus manos. Incluso esta —añade con una leve sonrisa—. Dicen que se esculpió a sí misma mirándose en un espejo.
—Pues… tenía un talento impresionante —responde Elara, acercándose con curiosidad—. Es hermosísima, tan realista…
Evelyn le da la espalda a la escultura y observa el resto del pasillo, en silencio, como si tratara de ver más allá de las paredes de piedra.
—El pasadizo secreto fue creado por Vivianne —dice al fin, con un deje de admiración en la voz—. No era ingeniera, ni sabía de mecanismos complicados… solo era una artista. Pero según me contó la Madre Luna que me precedió, Vivianne trabajó esto en secreto, durante las noches. Dicen que ella sola construyó el pasadizo. —Hace una pausa. Su mirada se pierde un instante entre las esculturas del corredor—. Yo no lo creo del todo. Algo dentro de mí me dice que no estuvo sola. Alguien la ayudó…, pero definitivamente, no eran hombres lobo —añade en voz más baja, casi como un secreto.
Elara, con el ceño fruncido y la curiosidad creciendo, da un paso más cerca.
—¿Entonces… el pasadizo está aquí?
Evelyn coloca su mano sobre la luna esculpida sobre las manos de Vivianne y presiona con suavidad. La estatua emite un leve clic, y una sección del muro tras la estatua —casi imperceptible— se retrae con un susurro de piedra contra piedra.
Elara abre los ojos con asombro.
—No puedo creerlo…
—La entrada solo se activa con el peso correcto y la presión exacta. Hasta ahora, nadie ha descubierto este mecanismo.
Elara observa con asombro cómo el delgado muro que flanquea el ventanal —el mismo sobre el que se alza la estatua— comienza a abrirse en completo silencio. Las piedras se deslizan hacia arriba con una lentitud casi reverente, revelando una abertura a un costado de la figura de Vivianne. A simple vista, nadie sospecharía que ese estrecho muro que da al jardín ocultaba algo más que piedra y cal; sin embargo, ahora se transforma en una delgada puerta que conduce a un tramo de escaleras descendentes. Contra toda lógica, no hay rastro de humedad ni olor a encierro. El aire que emana del interior es seco, limpio, y el lugar parece sorprendentemente bien mantenido. Evelyn da el primer paso y Elara la sigue, descendiendo juntas por el pasadizo. Las paredes, construidas con piedra antigua, dibujan una suave pendiente hacia abajo, iluminadas tenuemente por cristales de cuarzo que desprenden un resplandor azul, como si hubiesen absorbido la luz de la luna durante siglos.