Susurros a la luna

Sombras bajo la luna

La primera vez que escuché las pisadas fue una noche de verano. Las cortinas de mi habitación se agitaban suavemente con la brisa nocturna, y las ramas del roble frente a mi ventana dibujaban sombras danzantes en el suelo. Estaba a punto de dormirme cuando, de repente, escuché los pasos. Eran lentos, firmes, como si alguien caminara deliberadamente en los pasillos de mi casa. Pero, lo más inquietante era que estaba sola. Mamá y papá habían salido de viaje y no debían regresar hasta el domingo.

Me levanté de la cama con un escalofrío recorriéndome la espalda. Los pasos continuaban, suaves pero insistentes. Me quedé quieta, esperando que el sonido cesara. ¿Sería mi imaginación? ¿El viento quizás? Pero no, los pasos seguían, ahora más cercanos, resonando en el piso de madera del pasillo fuera de mi habitación.

“Tranquila, no es nada”, me dije, intentando convencerme. Pero en mi interior, sabía que algo no estaba bien. A través de la puerta entreabierta, vi una sombra deslizarse por la pared del pasillo. Mi corazón empezó a latir con fuerza. Algo o alguien estaba en mi casa.

Me acerqué a la puerta sin hacer ruido, mis pies descalzos amortiguaban el sonido. Con el pulso acelerado, miré hacia el pasillo, esperando no ver nada. Pero allí estaba: una figura de pie frente a la puerta de la habitación de mis padres. Era alta y oscura, con una silueta apenas visible bajo la tenue luz de la luna que entraba por las ventanas. Mis ojos se abrieron de par en par. El intruso no se movía, solo estaba allí, inmóvil, como si supiera que lo estaba observando.

El pánico se apoderó de mí. Pensé en correr, gritar, pero mi cuerpo no reaccionaba. Mi mente corría a mil por hora. ¿Qué hacía en mi casa? ¿Cómo había entrado? Y lo más importante: ¿qué quería? De pronto, la figura giró la cabeza hacia mí, como si pudiera sentir mi presencia. En ese momento, el miedo me paralizó.

De repente, la figura se desvaneció en las sombras. Mis piernas temblaban, pero sabía que tenía que moverme. Tomé el teléfono que estaba sobre mi mesita de noche y marqué el número de emergencia. Sin embargo, cuando levanté el auricular, no había tono de llamada. Estaba muerto. Un sudor frío empezó a correr por mi espalda. No podía quedarme ahí.

Corrí hacia la ventana con la esperanza de abrirla y saltar al jardín, pero la cerradura no se movía, como si alguien la hubiera sellado. Mi respiración se aceleraba. “Piensa, piensa”, me repetía. Necesitaba salir de la casa, pero todas las salidas parecían bloqueadas.

Entonces lo escuché de nuevo. Las pisadas.

Esta vez venían del piso de abajo. El sonido era más rápido, como si quienquiera que fuera, ahora estuviera buscando algo… o a alguien. Mis pies me llevaron automáticamente hacia la puerta del armario. Me agaché y me escondí entre los abrigos y las cajas de zapatos, tratando de controlar mi respiración, que ahora era un torbellino descontrolado. El armario olía a naftalina y polvo, pero era el único refugio que tenía.

El silencio reinó por unos instantes. Intenté escuchar, pero el sonido de mi corazón golpeando en mi pecho parecía ensordecerlo todo. ¿Y si había más de una persona? ¿Y si quien estaba abajo no era el único? El miedo me corroía desde dentro. Cerré los ojos, rogando que todo esto fuera solo un mal sueño.

De repente, un crujido rompió el silencio. Los pasos estaban nuevamente cerca, en el pasillo frente a mi habitación. Mi respiración se detuvo, contuve el aliento, aferrándome a la esperanza de que no entraran en la habitación. Los pasos se detuvieron justo frente a la puerta. La espera era insoportable.

Con un chirrido metálico, la puerta de mi habitación se abrió lentamente. Escuché la respiración de la figura que había visto antes, ahora más nítida, más pesada. Sentía su presencia en el umbral, como si el aire se hubiera vuelto más denso. Mis piernas temblaban tanto que temía hacer ruido. Un par de segundos, que parecieron eternos, pasaron antes de que lo escuchara nuevamente.

Las pisadas se alejaron, y la puerta de mi habitación se cerró. A pesar de que el peligro parecía haber pasado, no podía salir de mi escondite. Mi mente seguía gritando que algo no estaba bien. Sabía que tenía que aprovechar la oportunidad para escapar, pero la parálisis del miedo me había atrapado.

Fue entonces cuando sentí algo rozar mi pie. Algo dentro del armario. Mi corazón dio un vuelco. No estaba sola.

Con el cuerpo completamente rígido, bajé la mirada hacia mis pies. Entre las sombras, un destello. Dos ojos brillaban desde el fondo del armario, observándome. La respiración que escuchaba no era la mía. Era de algo que estaba ahí, en el armario, conmigo.

Un grito ahogado escapó de mis labios mientras me lanzaba hacia la puerta del armario. Golpeé el suelo, intentando ponerme de pie. Mi cuerpo se tambaleó mientras corría hacia la salida de mi habitación, sin mirar atrás. El sonido de las pisadas regresó, esta vez a toda velocidad detrás de mí.

Corrí por el pasillo, bajando las escaleras de dos en dos, mientras los pasos me perseguían. Llegué a la planta baja, desesperada por encontrar una salida, pero la puerta principal estaba cerrada con llave. Golpeé la puerta, gritando por ayuda, pero sabía que nadie me escucharía. Era tarde y la casa estaba alejada de las demás en la vecindad. Estaba sola.

Mis manos temblaban mientras intentaba abrir las ventanas del salón, pero ninguna cedía. De repente, un golpe seco detrás de mí. Me giré y vi la figura que había estado acechándome. Estaba parada en la entrada del salón, bloqueando mi única salida. Su rostro seguía cubierto por la sombra, pero ahora podía ver una sonrisa torcida iluminada por la débil luz de la luna. Algo en esa sonrisa me hizo entender que esto no era un simple robo. Esta figura no estaba aquí por dinero o cosas materiales. Estaba aquí por mí.

—No tiene sentido correr —dijo la voz, susurrante y grave, llenando el espacio entre nosotros.



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En el texto hay: misterio, suspenso

Editado: 19.10.2024

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