Lina Ferrer observó el correo en su bandeja de entrada con una mezcla de curiosidad y recelo. Era una oferta inusual.
“Se busca restauradora de arte con experiencia en obras antiguas. Pago generoso. Trabajo confidencial. Interesados, responder a este correo.”
Lina llevaba años restaurando cuadros y esculturas en su pequeño taller en Madrid. No era la primera vez que le ofrecían encargos privados, pero algo en el tono de aquel mensaje la inquietó. Sin embargo, la promesa de una buena suma de dinero la convenció de responder.
Pocas horas después, recibió otra respuesta con más detalles. El trabajo consistía en restaurar un cuadro encontrado en la Mansión Santacruz, una antigua propiedad en las afueras del pueblo de Valdeluz. No se mencionaba el nombre del dueño, solo una dirección y una fecha para presentarse.
Dos días después, Lina llegó al pueblo. La mansión se alzaba al final de un camino de tierra, rodeada de árboles altos y oscuros. Su arquitectura mostraba signos de abandono: ventanas rotas, enredaderas cubriendo las paredes y una verja oxidada que apenas se mantenía en pie.
La puerta se abrió antes de que ella pudiera tocar. Un hombre de mediana edad, vestido con un traje oscuro, la observó con seriedad.
—Señorita Ferrer, la estábamos esperando.
Sin decir más, la hizo pasar. El interior de la mansión estaba en mejor estado que el exterior. A pesar del polvo y la penumbra, aún se podía ver la elegancia de otra época: lámparas de cristal, muebles de caoba y cuadros antiguos colgando de las paredes.
El hombre la guió hasta una gran sala donde, cubierto por un lienzo blanco, estaba el cuadro que debía restaurar.
—Este es su encargo.
Lina retiró con cuidado la tela y contuvo el aliento. Ante ella había un retrato de una mujer vestida de blanco, con el rostro medio oculto en sombras. Su expresión era solemne, pero lo más perturbador eran sus ojos: parecían vivos, como si la observaran fijamente.
—¿Quién es ella? —preguntó Lina, incapaz de apartar la mirada.
El hombre tardó en responder.
—Se llamaba Isabella Santacruz… y desapareció hace cien años.
Lina sintió un escalofrío recorrer su espalda. Observó el cuadro con más atención. La pintura era antigua, con pinceladas precisas y colores desvaídos por el tiempo. Pero los ojos de Isabella… parecían demasiado reales.
—¿Desapareció? —repitió, sin apartar la vista.
El hombre, que aún no se había presentado, asintió lentamente.
—Isabella Santacruz era la hija menor de los dueños originales de esta mansión. Un día salió a caminar por los jardines y nunca regresó. Se hicieron búsquedas, pero jamás encontraron su cuerpo. Desde entonces, la casa ha permanecido casi vacía.
Lina se cruzó de brazos.
—¿Y el cuadro?
—Lo encontramos hace un mes en el ático, oculto detrás de un muro falso. Nadie sabía que existía.
Lina frunció el ceño. Había restaurado muchas obras antiguas, pero pocas veces se topaba con cuadros escondidos. ¿Por qué alguien querría ocultar un retrato?
—Necesito examinarlo más de cerca.
El hombre asintió.
—Haremos lo que sea necesario para ayudarla. Puede quedarse en la mansión el tiempo que necesite. Hay una habitación lista para usted.
Lina vaciló. No le entusiasmaba la idea de dormir en aquella casa, pero trabajar en un lugar así, rodeada de historia y misterio, la atraía más de lo que le gustaría admitir.
—Está bien. Me quedaré.
Horas después…
Lina instaló su equipo en la sala donde se encontraba el cuadro. Con guantes y una lupa, comenzó a inspeccionar la pintura con detenimiento. Había algo extraño en la textura de la obra. Algunas partes parecían repintadas, como si alguien hubiera intentado modificar la imagen original.
Mientras trabajaba, notó que el silencio de la mansión era denso, casi irreal. Cada crujido de la madera resonaba como un eco lejano.
Pasada la medianoche, decidió retirarse a su habitación. Subió las escaleras de madera, sujetando una vela que le habían dado, ya que la electricidad era inestable en la casa.
Al llegar, dejó la vela sobre la mesa y se acercó a la ventana. Desde allí, podía ver el extenso jardín cubierto de maleza. De pronto, algo se movió entre los árboles.
Lina entrecerró los ojos.
Una figura blanca se deslizaba entre las sombras.
Contuvo la respiración. Era imposible.
No podía asegurarlo, pero juraría que la figura tenía el mismo rostro que la mujer del cuadro.
Lina parpadeó varias veces, pero la figura había desaparecido. ¿Había sido una ilusión? Se apartó de la ventana, tratando de calmarse. Quizás el cansancio le estaba jugando una mala pasada.
Decidió dormir, pero su descanso fue inquieto. En sus sueños, el cuadro de Isabella la observaba con ojos vacíos. Se despertó varias veces en la noche, con la sensación de que alguien estaba en la habitación.
A la mañana siguiente, bajó a la sala para continuar con la restauración. Al retirar el barniz amarillento que cubría la pintura, notó algo extraño: había una capa de pintura oculta debajo de la imagen de Isabella.
Su pulso se aceleró. Aquello significaba que la pintura había sido modificada en algún momento. ¿Qué había debajo?
Tomó una luz especial y la dirigió sobre el lienzo. A medida que avanzaba, algo empezó a emerger de la oscuridad. Una segunda figura, oculta bajo las pinceladas originales.
Era otro rostro.
Pero no uno cualquiera.
Lina sintió que el aire se le atascaba en la garganta.
Era su propio rostro.
Soltó el pincel y retrocedió. No podía ser. Nunca había estado en esa mansión, nunca había posado para un retrato antiguo. Pero ahí estaba su rostro, emergiendo de las sombras de la pintura, con la misma expresión solemne de Isabella.
De pronto, sintió un escalofrío en la nuca.
La habitación estaba completamente silenciosa… demasiado silenciosa.
Y entonces, un sonido rompió el aire: