Susurros De Buenas Noches Para Que Descanses En Paz

SOMBRAS DE LA SÉPTIMA

Era la noche de un martes lluvioso. El cielo bogotano se teñía de oscuras nubes grises, haciendo que la noche pareciera más oscura de lo habitual. Juan caminaba por la Séptima, con la capucha de su chaqueta cubriendo parte de su rostro, protegiéndose tanto del viento como de las gotas de lluvia que lo azotaban. Su cuerpo estaba tenso, como si algo lo apretara desde dentro. No podía identificar la razón, pero había algo en el aire que lo inquietaba.

Caminaba apresurado, mirando hacia los lados en cada intersección, esperando que no pasara ningún carro e ignorando la luz roja del semáforo peatonal. A su alrededor, los últimos puestos ambulantes que horas antes animaban la avenida eran levantados con rapidez. Quería llegar a casa lo antes posible; se había quedado hasta tarde en la biblioteca de la universidad, adelantando el trabajo de grado, y se sentía agotado.

—Joven, ¿tiene algo de comer o una moneda que me regale? —Dijo un hombre de cabello y barba gris, sucio y enmarañado. Sus ojos negros lo miraban fijamente, mientras el agua goteaba de sus ropas maltrechas.

Juan se limitó a seguir caminando, sin contestar ni mirar atrás. El hombre lo observó alejarse, sonriendo, dejando al descubierto sus encías vacías antes de pronunciar unas palabras que el golpeteo de la lluvia contra el suelo difuminó.

A su paso, la iglesia de San Francisco se alzaba a un lado de la calle. Las gárgolas de su fachada parecían seguirlo con la mirada mientras esperaba poder cruzar la Avenida Jiménez. Apresuró el paso en cuanto el semáforo brilló en su intenso rojo, tratando de ignorar la sensación de ser observado. Pero esa sensación no desaparecía. Las luces de los buses detenidos y sus motores rugiendo le brindaban, sin embargo, algo de tranquilidad.

Al llegar al callejón que siempre tomaba como atajo, el ruido de los carros se desvanecía a lo lejos, mientras la lluvia mermaba. Las lámparas a lo largo de la estrecha cuadra parpadeaban. El callejón parecía más oscuro que de costumbre. Juan se detuvo, sintiendo un revuelo en el estómago, sin motivo aparente.

«He cruzado por aquí miles de veces», pensó. Pero algo lo retenía, como si una parte de él supiera que no debía avanzar.

Suspiró, se ajustó la capucha y se frotó las manos. Con determinación, dio el primer paso. El callejón estaba desierto como siempre, pero la presión de la oscuridad lo hacía encogerse dentro de su chaqueta. Las paredes de ladrillo, cubiertas de musgo, parecían moverse en la periferia de su vista, y el eco de sus pasos resonaba en el silencio, como si alguien lo estuviera siguiendo. La sensación de normalidad se desvanecía, y su corazón latía con fuerza, al punto de que podía escuchar su pulso dentro de sus oídos.

Pasó junto a una casa antigua. La puerta de madera, que siempre había estado cerrada, estaba entreabierta. El viento la movía suavemente, y Juan se sintió atraído hacia el sutil vaivén, como si algo dentro lo llamara. Era una tentación inquietante, una sensación que lo empujaba a acercarse. Se acercó, como si una fuerza invisible lo incitara a avanzar, y justo cuando estaba a punto de tocar la chapa, la puerta se abrió de golpe, revelando un interior oscuro que parecía aspirar toda la luz a su alrededor.

Un escalofrío recorrió su cuerpo. Quiso retroceder, pero no podía apartar la vista. Al fondo, un cristal reflejaba la luz titilante del callejón. Juan reparó en que no estaba solo; atisbaba las sombras que se movían de un lado a otro, y, detrás de él, había una de estas, oscura y densa, que lo miraba a través del reflejo, con una intensidad que lo helaba.

Se giró rápidamente. No había nada. El callejón estaba vacío, pero la sensación de ser observado persistía, como una bruma en su mente. Algo, o alguien, lo estaba vigilando, examinándolo en detalle. Su respiración se agitó; el aire se volvió pesado, y su corazón latía tan fuerte que sentía que iba a estallar. Sus manos sudaban, el viento frío tensaba su piel. Quiso correr, pero sus piernas se negaban a obedecer. En los reflejos de los charcos y ventanas, la sombra, con aspecto humano, parecía acercarse, oscura y amenazante.

De repente, las lámparas se apagaron una por una, dejando al descubierto la sombra que emergía ante sus ojos. Juan no pronunciaba palabra; solo tragaba saliva con dificultad, sintiendo cómo su garganta se cerraba. El callejón quedó en completa oscuridad. La figura, más oscura que la misma noche, avanzó hacia él lentamente, como si disfrutara de su miedo, como si se alimentara de su terror.

Juan sintió que el aire se volvía más frío y escuchó risitas infantiles que surgían de la casa, lo que lo hizo voltear. La puerta se movió lentamente, con un chirrido, hasta que el pestillo sonó al cerrarse. Se le paralizó el cuerpo por completo. Intentó moverse, pero era inútil. La sombra estaba a punto de engullirlo y él no podía hacer nada.

Entonces, sin previo aviso, las lámparas volvieron a encenderse, todas al mismo tiempo. El callejón, aparentemente igual que siempre, estaba vacío. Juan retrocedió, su respiración aún agitada. No entendía lo que acababa de ocurrir; miraba de un lado a otro, pero todo estaba en su lugar.

Juan se detuvo en medio del callejón, intentando asimilar lo que había sucedido. Con cada jadeo, el aire, que antes parecía cargado de terror, ahora se sentía extraño, casi opresivo. Se obligó a avanzar, arrastrando los pies por lo pesado que se setía, mientras las luces de las lámparas parpadeaban de nuevo, como si la oscuridad misma estuviera a punto de volver. Comenzó a caminar más rápido.




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