Susurros De Buenas Noches Para Que Descanses En Paz

RUTA A LA OSCURIDAD.

El sonido metálico de los torniquetes de TransMilenio se mezclaba con los murmullos apagados de los pocos pasajeros que esperaban. La estación Ricaurte estaba extrañamente vacía, especialmente para un viernes por la noche. Camilo, con angustia en los ojos, miró su reloj por tercera vez en menos de diez minutos: ya pasaban las once de la noche. El letrero de luces rojas indicaba que el último servicio del G43 con destino al Portal Sur llegaría en tres minutos.

Las pálidas luces de la estación parpadeaban con un ritmo inquietante, mientras el frío de la calle se colaba por la reja que el guardia de seguridad había cerrado segundos antes. Un habitante de la calle, de canosos crespos y piel chamuscada por la constante exposición al sol, pasó cantando una canción inteligible. Los estruendosos ruidos que hacía al golpear una lata con la mano hicieron que Camilo se sobresaltara y lo mirara.

Finalmente, el articulado rojo apareció, deteniéndose con un chirrido que le erizó la piel. Las puertas se abrieron. Camilo, junto a dos personas más, subió rápidamente, buscando refugio del frío y alejándose del ruido exterior.

El aire en el interior del bus estaba algo denso, como si alguien lo observara desde un rincón del vehículo. Los asientos estaban en su mayoría vacíos, y las luces tenues creaban una atmósfera incómoda. Camilo se sentó junto a la ventana, alejándose de cualquier rincón donde las sombras parecían moverse con vida propia. Pero algo lo hizo levantar la mirada: la delgada pantalla mostraba el nombre de la siguiente estación, y un borroso "66" se alcanzaba a ver antes de que desapareciera.

El bus arrancó. El paisaje exterior comenzó a hacerse borroso mientras avanzaban. Las luces de los postes y de algunas casas fueron sustituidas por un gris homogéneo que se desdibujaba a medida que la velocidad aumentaba. Camilo no le dio mucha importancia. Sus ojos, pesados por el cansancio, se cerraron lentamente, y quedó completamente dormido.

Un grito lo despertó repentinamente, y vio una sombra correr por el rabillo del ojo. Miró rápidamente hacia atrás, pero no había nadie. Miró hacia adelante: solo estaba el conductor. La figura de este último era apenas visible, opaca en el reflejo del parabrisas. El bus seguía avanzando y meciéndose de un lado a otro de forma irregular. El paisaje afuera había cambiado a un oscuro total. Camilo no lograba ubicarse. Solo sabía que seguía en el recorrido del bus.

El susto lo había dejado con el corazón acelerado, la garganta reseca y los ojos aún pesados. Sin embargo, se levantó de su asiento para acercarse al conductor y pedirle una ubicación. Miró antes la alargada pantalla: esta solo tenía escrito "G66" en un rojo intenso.

—¿Disculpe? —Preguntó Camilo en voz baja, sin estar seguro de si el conductor lo escuchaba.

No obtuvo respuesta.

Un crujido resonó en el fondo del bus, como un roce metálico que le hizo girar la cabeza hacia el último asiento. Allí, sentado, un hombre estaba completamente inmóvil, mirándolo fijamente. La penumbra lo hacía difícil de distinguir, pero había algo extraño en su forma. Camilo intentó despejar la imagen, pero un olor penetrante lo obligó a taparse la nariz.

No solo el aire se sentía denso; el silencio era opresivo, y eso lo incomodaba. Miró hacia la ventana, esperando que las luces de la ciudad aparecieran de nuevo, pero solo encontró vacío a su alrededor. Algo no estaba bien. Respiró hondo, pero la sensación de ser observado lo invadió con fuerza.

Cuando miró de nuevo hacia atrás, el hombre del asiento ya no estaba allí. En su lugar, un espacio vacío y la sensación de que algo se deslizaba por el pasillo, cerca de él. Sus manos empezaron a sudar. Miró hacia el conductor, pero su postura seguía rígida, como si no se moviera en absoluto.

Camilo intentó levantarse, pero algo lo frenaba. El aire denso dentro del bus se había vuelto difícil de atravesar. El sonido de sus propios pasos se mezclaba con un zumbido sordo, como si algo estuviera dentro de las paredes del vehículo, observándolo. Luces aparecían y desaparecían como miles de ojos parpadeando tras las ventanas. Camilo decidió avanzar hacia el conductor, pero al acercarse notó que sus manos estaban cubiertas de un líquido extraño. No era sangre, pero tampoco podía identificarlo.

El chirrido del timbre de las puertas al abrirse retumbó en sus oídos, como si arañaran un pizarrón. Camilo dio un paso atrás, sin atreverse a girar. El bus seguía avanzando sin rumbo y a toda velocidad. Las puertas se abrieron de golpe, dejando entrar una corriente de aire extraño, como si algo estuviera entrando al vehículo.

Dentro del bus, el aire cambió de forma abrupta, como si la temperatura hubiera descendido a niveles imposibles. Un aliento helado acarició el cuello de Camilo, casi tangible, y un escalofrío recorrió su espalda.

Su mente intentó racionalizarlo: «Solo es el frío que entra por las puertas abiertas.»

Pero en lo más profundo de su ser sabía que era algo más. El miedo lo anclaba al suelo, incapaz de moverse. Cada fibra de su cuerpo le rogaba que no mirara, que ignorara esa presencia detrás de él. Pero el impulso fue más fuerte. Muy lentamente, tiritando más de miedo que de frío, giró sobre sus talones, abriendo unos ojos aterrorizados.

Frente a él, la luz tenue del bus iluminó una figura horrible. Un ser descomunal, tan grande que debía encorvarse para caber en el vehículo. Su cuerpo se ocultaba bajo una túnica oscura que parecía estar hecha de sombras vivientes. Una mano huesuda sostenía una larga vara de madera con adornos dorados en la punta que sonaban como cascabeles al moverse, y con la otra, sus dedos alargados y torcidos se apoyaban en uno de los asientos. Pero lo más aterrador era su rostro… o lo que lo reemplazaba.




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