La lluvia, que había comenzado en la tarde, seguía cayendo. Las gotas eran constantes y frías, empapando a Daniela mientras caminaba abrazando a su muñeca de trapo. Tiritaba de frío, y cada paso que daba la hacía temblar aún más. Se sentía pequeña e indefensa. Apenas era una niña y vagaba bajo la oscuridad de la noche. Su suéter mojado y desaliñado ya no le daba calor; se pegaba a su cuerpo y parecía pesar más con cada minuto. Sus zapatos desgastados dejaban pasar el agua, enfriándole los pies cansados. Todo a su alrededor se veía más oscuro y hostil bajo la lluvia, las sombras y la pálida luz de la luna.
Había salido de casa porque no podía soportar la soledad. Su madre no había regresado desde el día anterior, y el apartamento vacío le daba tanto miedo como el hambre que retumbaba en su estómago. Daniela pensó que si la buscaba, quizá la encontraría en alguna de las calles cercanas, como otras veces lo había hecho. Pero el tiempo había avanzado, y ahora, bajo la lluvia de las once y quince de la noche, la plazoleta se sentía como un mundo ajeno y amenazante que se alzaba sobre ella.
El reloj de la torre había marcado la hora hacía unos minutos, y su eco parecía persistir en el aire. Daniela no quería estar allí, pero tampoco sabía cómo regresar. Mientras cruzaba la plazoleta, vio a tres hombres sentados en una banca. Estaban rodeados de botellas vacías y una neblina de humo que olía raro.
—Miren esa cosita que viene por ahí. —Dijo uno de ellos, señalándola.
—Oye, pequeña, ¿te perdiste? Ven acá, no mordemos. —Se burló otro, provocando carcajadas entre ellos.
Daniela bajó la mirada y siguió caminando, tratando de ignorarlos. Apretó su muñeca de trapo contra el pecho como si pudiera protegerla.
Pero entonces, al girar hacia un camino estrecho, vio a otro hombre. Estaba de pie bajo la luz parpadeante de un poste. Su cabello revuelto y su chaqueta demasiado grande le daban un aspecto descuidado. Daniela se detuvo en seco al notar algo en su mano: un cuchillo pequeño y oxidado que brillaba bajo la tenue luz.
—Hola, niña. ¿Qué haces tan tarde por estos lados? —Preguntó con una sonrisa torcida.
El hombre dio un paso hacia ella, y Daniela retrocedió.
—No tengas miedo. Ven, que no te haré daño. —Dijo, aunque su tono era cualquier cosa menos tranquilizador.
El miedo la impulsó a girar y correr hacia los árboles. Mientras lo hacía, los pasos del hombre comenzaron a sonar tras ella, cada vez más cerca y más rápidos. Daniela tropezó con una raíz y cayó al suelo. Se raspó las rodillas contra los adoquines, dejando un rastro de sangre que se mezcló con el agua sucia. El dolor fue agudo, pero el miedo no la dejó detenerse.
Se levantó rápidamente, dejando caer su muñeca en el proceso. Sintió cómo algo cálido y pegajoso bajaba por sus piernas: la sangre de sus heridas. No quería mirar. No podía.
Siguió corriendo, adentrándose más en la penumbra de los árboles, pero entonces algo extraño ocurrió. Un susurro, suave y frío, llegó hasta sus oídos:
—Sigue corriendo, Daniela. No mires atrás.
La voz no era la del hombre que la perseguía, tampoco la de su madre. Era diferente, casi como un eco que provenía de los mismos árboles. Pero lo que más la inquietó fue el grito que escuchó detrás de ella.
Se atrevió a mirar por un instante. El hombre había tropezado, cayendo cerca de donde ella había dejado su muñeca. Intentaba levantarse, pero sus manos se resbalaban en algo viscoso: una mancha roja que no estaba allí antes. Daniela parpadeó, confundida, al darse cuenta de que no era su sangre. Las raíces parecían haberse teñido de un líquido oscuro, casi negro, y una figura vaga, parecida a una sombra, se arrastraba hacia él.
El hombre soltó un grito desgarrador cuando algo lo sujetó por la pierna y lo arrastró hacia la oscuridad. Daniela solo alcanzó a ver un destello de carne desgarrada y el cuchillo cayendo al suelo con un sonido metálico antes de girarse y seguir corriendo, con lágrimas deslizándose por su rostro.
Daniela siguió corriendo, con el pecho ardiendo y los pies mojados respondiendo apenas al impulso de huir. La lluvia no cesaba, como si el cielo mismo se empeñara en borrar cualquier rastro de esperanza. Las sombras entre los árboles parecían multiplicarse, alargándose en formas imposibles que desafiaban sus ojos cansados.
El sonido de las campanas irrumpió de repente, reverberando en el aire húmedo. El reloj de la torre marcaba las once y media, y su eco resonaba como un latido en el pecho de Daniela, obligándola a detenerse en seco. Jadeaba, no solo por el esfuerzo, sino también por la creciente sensación de algo extraño, casi tangible, en el aire.
Frente a ella, en medio de la penumbra, apareció nuevamente la sombra. No caminó, no emergió: simplemente estaba ahí, como si el espacio mismo la hubiera moldeado de la nada. Era más grande ahora, y sus bordes ondulaban como un líquido espeso que no seguía las leyes de la realidad. Daniela retrocedió, con el cuerpo temblando tanto que apenas podía mantenerse en pie.
La sombra extendió un brazo, retorcido y oscuro como el abismo, sosteniendo la muñeca de trapo. Los ojos de Daniela se abrieron de par en par al verla.
—Tómala. —La voz llegó como un susurro, fría y distante, impregnada de un tono que mezclaba urgencia y súplica.