El Cementerio Central estaba desierto, sumido en una quietud perturbadora. Las lápidas se alineaban en una maraña de formas y sombras, y el aire estaba impregnado de humedad, como si el tiempo hubiera quedado suspendido allí. Santiago, Laura y Martín caminaban en silencio, siguiendo el tenue resplandor de la linterna.
El camino empedrado los llevó hasta un giro a la derecha. Más adelante se distinguía la cripta que buscaban, pero, un poco más allá, un resplandor rojizo titilaba débilmente entre estatuas rotas y mausoleos agrietados. Martín, con una sonrisa nerviosa, apuntó con la linterna hacia el resplandor.
—Eso no es normal. No debería haber nadie aquí a esta hora. —Dijo, frunciendo el ceño.
Santiago no respondió. Miraba hacia el resplandor con una sensación extraña en el pecho, como si algo los estuviera observando. La niebla cubría el suelo, enroscándose alrededor de sus tobillos.
—Echemos un vistazo. —Dijo Martín sin esperar respuesta, avanzando hacia la luz.
Laura vaciló, pero terminó siguiéndolos.
A medida que se acercaban, el aire se volvía más denso, como si el espacio mismo los aprisionara. El suelo crujía bajo sus pies, como si las piedras y el polvo protestaran ante su presencia. El olor, una mezcla de cera quemada y algo más agrio, invadió sus sentidos.
—Huele a azufre… y a carne quemada. —Dijo Santiago, tapándose la nariz y la boca.
Al llegar al claro, encontraron un pequeño espacio rodeado de mausoleos desgastados. En el centro, había un círculo dibujado con un líquido oscuro y viscoso que parecía brillar bajo la luz de las velas negras dispuestas a su alrededor. Las llamas parpadeaban, pero la brisa helada no las apagaba. En el centro del círculo, un bulto cubierto por una tela negra se movía débilmente.
—¿Qué… qué es esto? —Preguntó Laura, con la voz temblorosa.
Santiago tocó el hombro de Martín, pero un escalofrío recorrió su cuerpo cuando sintió que el suelo bajo sus pies vibraba débilmente, como si algo lo atravesara.
Sin pensarlo, Martín se agachó y levantó una de las velas. La cera derretida goteó sobre su mano, pero no pareció importarle. Lo extraño era que, en lugar de enfriarse, la cera flotaba en el aire antes de tocar el suelo.
—Esto… no puede ser real. —Murmuró Santiago, mirando la vela.
Laura observó a su alrededor, y entonces ocurrió algo extraño. Una figura emergió entre las sombras y la luz, caminando lentamente entre las estatuas rotas. Su silueta parecía tangible, pero cuando Laura intentó señalarla, la figura desapareció, como si nunca hubiera estado allí.
Un crujido rompió el silencio, como si las lápidas se desplazaran bajo tierra. El círculo comenzó a brillar más intensamente, y el bulto en el centro se agitó como si algo lo estuviera arrastrando desde dentro.
Santiago retrocedió instintivamente. El viento sopló con fuerza, intensificando el frío, y la niebla se espesó alrededor de ellos. Miró a Laura, pero ella estaba absorta en el círculo, con los ojos dilatados.
—¡Laura, vámonos! —Gritó Santiago, pero el viento arrastró su voz.
Laura no reaccionó. Estaba inmóvil, como si algo la hubiera atrapado. Un hilo de humo gris comenzó a elevarse desde el círculo, formando espirales que parecían alimentarse del aire.
Martín avanzó un paso más. Levantó otra vela y la dejó caer sobre el bulto, permitiendo que la cera derretida se derramara sobre él.
—¡No, Martín! —Gritó Santiago, corriendo hacia él.
Entonces, el viento se detuvo, y una grieta oscura pareció abrirse en el cielo. El bulto en el centro del círculo se estiró, y del suelo emergieron figuras oscuras, como manos que arañaban el borde del círculo. Martín, atraído por una fuerza invisible, dio otro paso hacia el interior.
La tela negra que cubría el bulto se levantó y desapareció, revelando una figura delgada, cuyos ojos brillaban en un rojo intenso. La criatura, que no parecía humana, clavó su mirada en Martín. Al instante, una sombra se enroscó alrededor de su cuerpo y comenzó a absorberlo lentamente hacia el suelo. Santiago, con el corazón acelerado, corrió hacia Laura, la tomó de la mano y la arrastró. El aire seguía siendo espeso, y sus piernas apenas respondían.
Laura y Santiago corrían a través del laberinto de mausoleos y lápidas, con el eco de sus pasos resonando en la neblina. La oscuridad parecía cerrarse alrededor de ellos, y un frío antinatural se adhería a su piel. Desde las sombras, figuras encapuchadas comenzaron a emerger lentamente, avanzando con movimientos sincronizados y silenciosos.
—¡Por allá! —dijo Santiago, señalando un muro bajo al final de un estrecho pasillo.
Laura apenas podía respirar, pero asintió y siguió corriendo. Detrás de ellos, las figuras aumentaban el ritmo, sus capas rozando el suelo con un sonido inquietante. Los murmullos en un idioma extraño comenzaron a llenar el aire, mezclándose con el ruido de pasos apresurados.
De repente, las figuras se detuvieron. Santiago se giró, y en medio de ellas apareció Martín.
—¡Martín! —Exclamó Laura, deteniéndose.
Martín levantó una mano, indicándoles que siguieran. Su rostro estaba oculto por las sombras, pero su postura era firme.