Susurros de una Ciudad sin Escribir

Hospital de los Olvidados

Muchos solo anhelan ser liberados de sus males, redimidos del tormento que les consume, con la esperanza de dar ese primer paso hacia la tranquilidad. Anhelan, simplemente, ser escuchados, comprendidos, sanados. Otros, en cambio, son empujados al abismo del olvido, obligados a vagar con la poca suerte que aún les resta, tratando de dominar sus demonios con nada más que la mano temblorosa de la incertidumbre. Personas que alguna vez creyeron estar protegidas por la mano de lo divino, terminaron sumergidas en el peor de los martirios.

Sibaté, un municipio de Cundinamarca, es conocido popularmente como el Pueblo de los Locos. Allí se erige el Hospital Neuropsiquiátrico, un lugar donde aún se desconoce si todos los internados realmente padecían enfermedades mentales… o si fueron víctimas de ajustes de cuentas, incómodos para sus familias o la sociedad. Lo único cierto es que quien entraba allí, moría en vida y era borrado del mundo. Nadie preguntaba por ellos. Nadie lloraba su ausencia. Solo eran recordados el día en que eran sepultados dentro del mismo hospital.

La historia comienza en 1937, con la fundación del que sería el hospital psiquiátrico más grande del país. Fue concebido como refugio para quienes no tenían ya cabida en otros centros, para los olvidados, los “intratables”, los incómodos. Sin distinción de género, edad o condición, el hospital pronto se convirtió en un caos. Enfermedades mentales, drogadicción, venganzas disfrazadas de diagnósticos… Y entre las paredes del manicomio, las sedaciones excesivas y el trato inhumano degradaron la convivencia hasta volverse insoportable.

La atmósfera del lugar se volvió tan pesada, tan oscura, que era común que el personal fuera reemplazado constantemente. Pocos soportaban lo que allí se respiraba.

Con los años, los rumores se intensificaron: gritos en la noche, pacientes amarrados durante días, desapariciones sin explicación. En 2009, el hospital fue finalmente clausurado. Malos manejos administrativos, falta de recursos… y el hallazgo de un cementerio clandestino en sus instalaciones. Allí yacían cientos de cuerpos sin nombre, sin historia, sin tumba digna. Murieron por causas “naturales”, o por sobredosis de sedantes que nunca debieron ser administrados.

El hospital tenía su propia morgue, su propia capilla… y su propio infierno. De la capilla se decía que, al caer la noche, una entidad oscura se posaba en su cúspide. Muchos pacientes afirmaban haberla visto: una figura negra que descendía silenciosa para arrancar las almas de quienes no podían defenderse. La llamaban el Maligno.

Caminar por los pasillos de ese lugar es descender a un infierno terrenal. Un espacio de dolor, olvido y locura donde el alma se desintegra lentamente. Donde el sufrimiento no termina con la muerte. Quien entra, no vuelve a salir. Y si logra hacerlo, una parte de ese lugar le seguirá para siempre, como una sombra que se adhiere al alma.

Lo que alguna vez se concibió como un santuario para curar, terminó siendo una trampa perfecta para desterrar a seres humanos de su propia existencia. Aquellos que buscaban ayuda fueron recompensados con el olvido eterno.




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