Susurros de una Ciudad sin Escribir

A Galope de Duende

A veces, dejarse llevar por los vicios es tan placentero que, cuando por fin notamos que nuestra vida gira en torno al goce y la satisfacción, ya hemos perdido tanto que el corazón se llena de arrepentimiento. Aunque, quizás, solo quizás, una vida de placeres no sea tan mala. Al fin y al cabo, si no se le hace daño a nadie… ¿por qué tendría que importar?

A lo largo del territorio se cuentan anécdotas espeluznantes sobre personas que, de una forma u otra, fueron castigadas por sus excesos. Y esta historia no será la excepción…

Ocurrió en un pequeño pueblo, San Bartolomé, escondido entre las montañas del departamento de Caldas. De ese lugar poco se oye hablar. Su acceso es tan difícil como su fama: nula. Sin embargo, entre sus pocas calles y casas se guardan historias y tragedias que solo sus contados habitantes conocen.

Cuentan los susurros de los campesinos, esos que descansan su agotamiento en la plaza central, que a todo aquel que se exceda de copas, tarde o temprano, le llega su hora. Como buenos campesinos, se reían entre ellos de las desgracias ajenas para alivianar la carga del día. Pero detrás de cada broma, había una pizca de miedo... y respeto.

Una noche, Isidro, uno de esos hombres, salió tambaleándose de una cantina del pueblo. Estaba completamente borracho. Caminaba de un lado a otro, con pasos torpes, sin rumbo. No vivía allí, sino en una vereda lejana, lo que hacía su regreso aún más incierto.

Caminó por horas, abriéndose paso entre cafetales, acompañado de una espesa bruma que aumentaba paso tras paso. Tropezaba con piedras y raíces, maldiciendo la oscuridad… la cual, por momentos, le respondía con una carcajada. Justo cuando el reloj marcó la medianoche, apareció ante él un hermoso caballo. Era alto, elegante, de paso firme, pelaje negro mate y mirada dócil. Sin pensarlo, se subió al animal, pero de inmediato sintió cómo su cuerpo se tornaba gélido. Miró hacia atrás y la niebla que lo había seguido ya no estaba.

Después de tanto titubeo, comenzó a talonearlo, animándolo a galopar cada vez más rápido.

Y galopó.

Y galopó.

Y risas escuchó.

Las horas pasaban y el caballo no se detenía. No parecía cansarse. El frío en su cuerpo era cada vez más intenso, al punto de empezar a alucinar. Escuchaba risas y susurros entre los matorrales. Isidro no entendía qué estaba sucediendo. Su casa no quedaba tan lejos como para llevar medianoche en un caballo. Seguía cabalgando sin llegar a ninguna parte, viendo, entre los cafetales, cómo se ocultaban pequeños ojos que lo seguían durante todo el trayecto.

Pero entre la embriaguez, el anhelo de acostarse en su cama y el frío, no se cuestionó nada. Siguió su camino, sin sospechar lo que se aproximaba.

Fue solo hasta que los primeros rayos del sol asomaron entre las montañas que, por un instante de claridad, comprendió la verdad: no estaba sobre un caballo. No cabalgaba en dirección a su casa. Había estado sentado toda la noche al borde de un acantilado, taloneando el vacío. Un mal movimiento, una patada más fuerte, y habría caído al abismo.

En ese instante no tuvo la capacidad de razonar. No supo si fue producto de la borrachera, del viento... o de algo más, pero juraba y perjuraba que algo se reía detrás de sus hombros.

Se levantó pálido y agotado, dejando atrás unas diminutas huellas marcadas en el pasto.

Isidro, por pura suerte o por voluntad divina, sobrevivió. Pero no todos corrían con la misma fortuna. Semanas más tarde, un amigo suyo fue hallado muerto en el fondo de un pozo, sosteniendo una botella de aguardiente casi vacía…

Desde entonces, más y más borrachos comenzaron a vivir historias parecidas. Hombres que siempre hacían del trabajo una excusa para beber, y de la bebida, un estilo de vida.

Las señoras del pueblo susurran, mientras rezan en voz baja, que todo esto es obra de los duendes. Pequeños seres que hechizan a los borrachos, haciéndoles creer que cabalgan sobre un caballo, cuando en realidad su vida cuelga de un hilo. Encantamientos que castigan a quienes cruzan el umbral del exceso.

Porque a veces, la embriaguez no solo nubla la razón… también puede llevar directo al borde del mundo.




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