Sucre, un pequeño pueblo perdido entre las montañas de Santa Fé de Antioquia, todo terminaba en el río Cauca. No importaba hacia dónde caminaras: tarde o temprano, te toparías con sus aguas anchas y profundas.
Era un pueblo alegre, famoso por sus fiestas de fin de año y las tardes de sancocho junto a los charcos. Pero también guardaba un secreto: la historia de una criatura hermosa y letal que, desde tiempos remotos, cazaba desde la orilla.
Al principio, nadie creía en ella. Se decía que era solo una leyenda para asustar a los niños. Hasta que Lorelei, una niña del pueblo, la vio.
Una mañana, mientras recogía leña, escuchó que alguien la llamaba:
—¡Oh, que hermosa niña, ven, acércate!
—¡Oh preciosura, no me ignores, ven!
Buscó con la mirada, y allí, sentada sobre una gran roca junto al acantilado, estaba una mujer desnuda, de belleza imposible. Lorelei sintió que algo dentro de ella la empujaba hacia esa figura.
Por suerte, Lorelei logró resistir a tan dulce tentación. Corrió de vuelta al pueblo, jadeando, mientras la voz seguía llamando en el viento.
Tan pronto como llegó, desesperada empezó a contar lo sucedido a cualquier alma parrandera que vagaba por las calurosas calles, nadie le creía. Nadie le creyó…
Su ira fue tal que prometió así misma que todos y cada uno de los habitantes conocieran la existencia de tal ser.
Desde aquella promesa, la figura se hizo habitual. Algunos hombres aseguraban haberla visto en la ribera, peinándose el cabello con los dedos, pero parecía nunca secarse por completo, siempre estaba húmeda por algún motivo. Otros, más escépticos, juraban que era solo un espejismo causado por el calor y por los balbuceos de aquella niña loca. Pero el río empezó a reclamar víctimas: primero niños, luego jóvenes, todos desaparecidos después de haber “escuchado su voz”.
Es así como la niña empezó a ser confrontada por los hombres del pueblo, acusándola de asesina y que en verdad aquel ser no existía. Lorelei lo negaba todo pero no fue hasta que el hijo del alcalde, Ulises, la humilló públicamente.
La ira de Lorelei era tal, que nadie sabe cómo ocurrió, pero desapareció y nadie se volvió a acordar de lo sucedido.
Hasta que Ulises, aburrido de tanta monotonía, decidió ir en búsqueda de tal ser extraño que esa niñita había inventado para llamar la atención, pensaba él.
Se adentró en las afueras del pueblo, siguiendo el murmullo del agua y las historias susurradas en cada esquina. Cuando la vio, quedó hipnotizado por tal belleza.
Aún hipnotizado, podía percibir que lo llamaban, poco a poco fue aclarando su vista hasta notar que quién lo llamaba era alguien familiar.
—Ulises, ¿no te acuerdas de mí? —susurraba ella desde la roca.
—Estoy tan sola, porque me dejaste ir.
—Ven, mi hermoso Ulises...
Luchó contra el deseo, pero cada vez la voz sonaba más dulce, más cercana, más urgente, más deseosa.
Hasta que, sin dejar de ver la desnudez tan magnífica y su rozagante piel húmeda, no resistió más.
Se acercó y finalmente… saltó.
Los pájaros volaron del estruendo.
El canto cesó.
Los gallinazos comenzaron a girar en lo alto, anunciando el final y junto a este se posaban Lorelei y Ulises.
Desde entonces, en Sucre, ya nadie duda de que las leyendas son reales. Y nadie, absolutamente nadie, imaginaría que la última sirena del mundo eligió terminar su vida justo aquí, entre las montañas de Colombia.