El mar nunca había sonado tan fuerte.
No eran solo las olas rompiendo contra las rocas, sino el eco de algo que no lograba comprender del todo. Una advertencia. Un murmullo que se mezclaba con el viento helado de esa noche, como si el océano guardara un secreto que estaba desesperado por contarme.
Me cubrí el rostro con las manos frías, intentando detener el temblor que recorría mi cuerpo. No era solo el frío, era miedo. De ese miedo que se siente en los huesos, en la sangre, en cada respiración entrecortada.
El aire estaba impregnado de sal y de otro aroma metálico que me revolvía el estómago. Era imposible ignorarlo: sangre.
No sabía de quién, ni cómo, pero estaba ahí, manchando el suelo y mi conciencia.
—¿Amelia? —una voz profunda me arrancó de mis pensamientos.
Me giré con brusquedad y lo vi.
Derek.
De pie, a unos pasos de distancia, su silueta recortada contra la luna parecía tan irreal que por un segundo dudé si era un fantasma o una aparición de mi mente perturbada. Su cabello rubio oscuro estaba revuelto, húmedo por la brisa marina, y en su rostro había esa sonrisa torcida que me inquietaba más que cualquier palabra.
Pero no era la sonrisa lo que me hizo estremecer. Eran sus ojos.
Azules, fríos, intensos, como dos cuchillas capaces de atravesar mi alma.
—¿Qué… qué has hecho? —logré susurrar, mi voz apenas audible sobre el rugido del mar.
Él dio un paso hacia mí. Y luego otro. Sus zapatillas crujieron sobre la grava mojada.
No respondió de inmediato. Solo se inclinó un poco, como si estuviera evaluando cada gesto de mi rostro, cada vibración de mi cuerpo, cada palabra no pronunciada que flotaba entre nosotros.
—No todo es lo que parece, Amelia —contestó al fin, con esa calma inquietante que tanto lo caracterizaba—. A veces, lo que crees monstruoso… es lo único que puede salvarte.
Supe que mentía.
O quizá lo peor: supe que decía la verdad.
Me giré de nuevo hacia el mar, intentando no dejar que sus palabras me atraparan como siempre lo hacían. Era un juego peligroso, y lo sabía. Derek no era un chico común. Desde que lo conocí lo comprendí, aunque tratara de convencerme de lo contrario. No pertenecía a nuestro pueblo, ni a nuestras reglas. Era un intruso, una grieta en la perfección frágil que sostenía nuestra comunidad.
Pero yo… yo fui la que decidió mirar más allá.
La que lo buscó con la mirada entre la multitud.
La que permitió que sus sonrisas se clavaran como cuchillas dulces en mi pecho.
Ahora, aquí, con el mar como único testigo, sabía que ya era demasiado tarde para dar marcha atrás.
El rumor del océano se intensificó, mezclándose con un grito lejano que me heló la sangre. Cerré los ojos y quise creer que lo había imaginado. Pero no. Ahí estaba otra vez, desgarrador, perdido entre el viento.
Derek se acercó más, hasta que lo tuve frente a mí.
—No lo entiendes todavía —susurró, su voz acariciando mi oído como un veneno—. Pero lo harás.
Supe, en ese instante, que mi vida jamás volvería a ser la misma. Que esa noche, al borde del mar, no solo había perdido mi inocencia, sino también cualquier ilusión de seguridad.
Porque Derek no era un héroe.
Tampoco era un villano.
Era algo más. Algo que no tenía nombre.
Y yo estaba atrapada en su juego.
El mar rugió de nuevo, levantando espuma blanca como si quisiera borrar lo que acababa de suceder. Pero la espuma se deshacía en la orilla, y yo sabía que, al igual que esa agua, jamás podría borrar lo que había visto.
Me abracé a mí misma, temblando, y sentí la presencia de Derek aún más cerca.
Demasiado cerca.
Él bajó la voz, casi como una confesión:
—Ya es demasiado tarde para escapar.
Y lo entendí.
Esa era mi condena.
Una historia que comenzó con miradas furtivas y risas tímidas, terminaba bañada en sangre y secretos. Y aún así, en el fondo de mi pecho, donde debía haber solo miedo, había algo más… algo que me aterraba mucho más que la muerte:
La certeza de que, pese a todo, lo amaba.