El verano en Bahía Serena siempre era un desfile de contrastes.
El olor a pescado fresco en el muelle se mezclaba con el perfume dulce de las bugambilias que colgaban de los balcones, y el canto de las gaviotas competía con las campanas de la iglesia que marcaban cada hora como un recordatorio constante de que el tiempo, allí, parecía medirse distinto: lento, repetitivo, predecible.
Eso era lo que más odiaba de mi pueblo: su rutina inquebrantable.
Podías despertarte cualquier día y saber exactamente quién cruzaría la plaza a las diez, quién estaría barriendo la acera a las once y quién se pelearía en el mercado a mediodía por un descuento en el precio de las naranjas. Todo era igual, como si viviéramos atrapados en un cuadro pintado hace siglos, del que nadie se atrevía a salirse.
Yo era parte de ese cuadro.
Amelia Duarte, hija única de los Duarte. Mi madre, devota hasta la médula, era una de las mujeres más respetadas —y temidas— de la comunidad. Mi padre, pescador de familia, se levantaba antes del amanecer para lanzar sus redes al mar y volvía con la piel curtida y la paciencia gastada. Y yo… yo era la chica que debía sonreír, obedecer y no llamar demasiado la atención.
Tenía diecisiete años y ya me sentía cansada.
—Amelia, deja de soñar despierta y corta esas papas —me llamó mamá desde la cocina.
Me sobresalté al escuchar su voz. Había estado con la mirada fija en la ventana, observando a los turistas caminar por la playa como si fueran dueños de nuestra arena. Siempre los envidiaba: podían vestirse como quisieran, reír alto sin que nadie los mirara mal, besarse en público sin que el sermón del domingo los señalara como pecadores.
Tomé el cuchillo y me puse a cortar las papas en rodajas uniformes. Mamá era perfeccionista hasta en lo más mínimo. Si las papas no quedaban todas del mismo grosor, era capaz de reprochármelo como si de ello dependiera la salvación de mi alma.
—Sí, mamá —respondí en voz baja.
Ella ni siquiera me miró, concentrada en amasar la mezcla de pan como si estuviera domando un enemigo invisible. Su delantal blanco estaba manchado de harina, y cada tanto se llevaba un mechón de su cabello castaño detrás de la oreja, dejando una huella blanquecina en su piel.
El reloj de la pared marcaba las cinco de la tarde. Eso significaba que en cualquier momento papá aparecería por la puerta, arrastrando sus botas mojadas y su olor a mar. Y yo, como siempre, tendría que aparentar ser la hija perfecta.
El problema era que nunca lo había sido.
—Amelia —mamá volvió a hablar, esta vez con ese tono de advertencia que me atravesaba la piel—. Hoy hay reunión en la parroquia. Ponte el vestido azul y no se te ocurra hacer muecas delante del padre Rodrigo.
Tragué saliva y asentí, aunque por dentro gruñía. Ese vestido azul era mi peor enemigo: ajustado en la cintura, largo hasta los tobillos, con mangas que parecían diseñadas para sofocarme. Lo odiaba porque me recordaba todo lo que no podía ser. Pero tampoco tenía elección.
Me fui a mi cuarto y abrí el armario.
El vestido azul colgaba como una sentencia de muerte entre la ropa sencilla que usaba para la escuela. Lo tomé y lo extendí sobre la cama, preguntándome, como cada vez, si realmente alguien se daría cuenta si un día decidía romper las reglas.
Me puse el vestido y me miré en el espejo. La tela caía rígida, borrando cualquier rastro de mi figura. Mi cabello negro, largo hasta la cintura, estaba suelto y rebelde, así que lo recogí en un moño bajo, tal como le gustaba a mamá. Me veía correcta. Intachable. Aburrida.
Suspiré.
Me odiaba un poco en ese reflejo.
Bajé a la sala justo cuando papá entraba, sacudiéndose la chaqueta empapada. Su barba estaba cubierta de gotas saladas y sus manos olían a redes recién recogidas.
—Hija —me saludó con una sonrisa cansada—. ¿Lista para escuchar al padre sermonear otra vez?
—Siempre lista —contesté, forzando una sonrisa.
Mamá lo miró con desaprobación.
—No deberías hablar así de la iglesia.
Papá levantó las manos en gesto de rendición.
—Lo que tú digas, Lidia.
La tensión flotó en el aire unos segundos, pero nadie dijo nada más. En silencio, salimos rumbo a la parroquia, caminando por las calles empedradas que ya conocía de memoria. Cada farola iluminaba el camino con un resplandor amarillento, y las voces de los vecinos se mezclaban en murmullos de saludo.
—Buenas tardes, doña Lidia. Buenas tardes, Amelia —nos decía la gente, con esa mezcla de respeto y curiosidad que siempre me incomodaba. Yo sonreía por costumbre, aunque por dentro sentía que me observaban como si fuera un animal en una vitrina.
La iglesia estaba repleta. Todos ocupaban los bancos de madera, las mujeres con sus vestidos largos y velos blancos, los hombres con camisas abotonadas hasta el cuello. El aire olía a incienso y a humedad, y el murmullo se apagó cuando el padre Rodrigo subió al altar.
Comenzó a hablar con su tono solemne de siempre, recordándonos que el pecado acechaba en cada esquina y que debíamos mantenernos firmes en la fe. Yo apenas escuchaba. Mi mente estaba en otra parte, imaginando estar lejos de allí, en un lugar donde pudiera respirar sin sentir el peso de tantas miradas.
Fue entonces cuando ocurrió.
La puerta de la iglesia se abrió y un silencio distinto se apoderó del lugar.
Entraron tres figuras que no pertenecían a Bahía Serena.
Una mujer alta, de cabello rubio platinado y ojos tan claros que parecían espejos. A su lado, un hombre con un porte elegante, traje oscuro y una seguridad que contrastaba con la humildad del resto de los presentes. Y detrás de ellos… un muchacho.
Lo vi y mi mundo se tambaleó.
Era como si el mar hubiera decidido tomar forma humana.
Cabello rubio oscuro que brillaba bajo la luz tenue, ojos azules tan intensos que parecían contener tormentas enteras. Caminaba con una tranquilidad casi arrogante, como si no le importara en absoluto el peso de las miradas que lo seguían.