El muelle de Bahía Serena era el corazón del pueblo.
Por las mañanas olía a pescado fresco, por las tardes a sal y madera húmeda, y por las noches se convertía en un lugar casi fantasmal, iluminado solo por los faroles que colgaban de los postes. Yo solía caminar por allí después de clases, cuando quería escapar del bullicio de la casa y de las órdenes de mamá.
Ese día, sin embargo, no fui sola.
—Amelia, ¿estás segura de que tu madre no se va a enojar? —preguntó Clara, balanceando los brazos mientras caminaba a mi lado.
—Mi madre siempre se enoja —respondí con un suspiro.
Clara rió, como si no se tomara nada en serio. Ella era mi antítesis: espontánea, risueña, con el don de encontrarle la parte graciosa a todo. Y aunque a veces me desesperaba, en el fondo agradecía tenerla cerca.
El viento marino despeinaba mi cabello y traía consigo el sonido de las olas rompiendo contra los pilotes. A lo lejos, se veían los barcos pesqueros balanceándose con suavidad, como si respiraran al compás del mar.
—Oye —Clara bajó la voz con complicidad—, ¿qué opinas de Derek?
Me detuve un segundo, fingiendo que me ajustaba el vestido para ocultar la incomodidad que me provocaba escuchar su nombre.
—¿Por qué lo preguntas? —dije, intentando sonar indiferente.
—Ay, por favor, Amelia. Te vi en la cafetería. Ese chico no quitaba los ojos de ti.
—Clara… —comencé, pero ella me interrumpió.
—No me lo niegues. Yo tengo un radar para esas cosas. Y déjame decirte: el radar estaba a punto de explotar.
Rodé los ojos, aunque en el fondo sabía que tenía razón. La intensidad con la que Derek me había mirado era imposible de ignorar. Pero admitirlo era otra cosa.
—Es diferente —concedí al fin, en voz baja.
—Diferente… —repitió Clara, sonriendo—. Traducción: te gusta.
—¡No! —protesté, aunque mi voz sonó más débil de lo que quería.
Clara estalló en carcajadas, y yo no pude evitar sonreír. Así era ella: convertía cualquier secreto en un chiste, cualquier tensión en un juego.
Seguimos caminando hasta llegar al final del muelle, donde el agua golpeaba con más fuerza y el aire olía a tormenta lejana. Allí solía sentarme a pensar, pero esta vez no tuve oportunidad.
Alguien ya estaba ahí.
Apoyado contra la barandilla, con la mirada perdida en el horizonte, estaba Derek.
El corazón me dio un salto. Clara me lanzó una mirada traviesa que decía claramente “te lo dejo servido”, y antes de que pudiera detenerla, ya había inventado una excusa para irse.
—Oh, me olvidé de que tenía que ayudar a mi mamá con la cena. ¡Nos vemos, Amelia!
—¡Clara! —la llamé, indignada, pero ella corrió de regreso al pueblo riéndose.
Me quedé de pie, a unos metros de Derek, sin saber qué hacer. Él giró la cabeza lentamente, como si hubiera estado esperando exactamente ese momento.
—Hola, Amelia.
Su voz era grave, tranquila, casi hipnótica.
—Hola —respondí, odiando lo nerviosa que sonaba.
Él sonrió apenas, esa media sonrisa que parecía esconder un secreto.
—¿Vienes a huir también?
Fruncí el ceño.
—¿Huir?
—Del pueblo, de sus miradas, de sus reglas —explicó, señalando con un gesto vago hacia la costa, donde se veían las luces de las casas encendidas—. Aquí todos parecen vivir en una vitrina.
No supe qué responder. Porque, aunque me molestaba admitirlo, tenía razón.
Derek se incorporó de la barandilla y caminó hacia mí con calma. Cada paso parecía calculado, como si disfrutara prolongar la tensión. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, se inclinó un poco para mirarme directamente a los ojos.
—Tú no perteneces a esa vitrina, Amelia.
El aire se me quedó atascado en los pulmones.
¿Cómo podía saber algo así de mí, si apenas me conocía?
—No me conoces —dije al fin, con un hilo de voz.
—Quizá no —concedió él—. Pero sé reconocer a alguien que quiere volar aunque le hayan cortado las alas.
La intensidad de sus palabras me desarmó. Bajé la vista, incapaz de sostenerle la mirada.
Él rió suavemente, como si mi incomodidad le resultara divertida.
—Tranquila, no voy a decírselo a nadie. Será nuestro secreto.
Sentí un escalofrío recorrerme. Un secreto. Como si no tuviera ya suficientes cosas que ocultar de mi madre y de todo el pueblo.
—¿Siempre hablas así? —pregunté, intentando sonar sarcástica para disimular mi nerviosismo.
—¿Así cómo? —respondió con fingida inocencia.
—Como si lo supieras todo.
Su sonrisa se ensanchó.
—Porque lo sé.
Lo miré incrédula, y él rió. Esa risa… no era estruendosa, sino contenida, casi burlona, pero tenía algo contagioso. Por un momento, olvidé la tensión y reí también.
Fue entonces cuando me di cuenta de lo peligroso que era Derek.
No porque pudiera hacerme daño, sino porque podía hacerme olvidar que debía protegerme.
Nos quedamos un rato en silencio, escuchando el mar. La luna comenzaba a asomar, tiñendo el agua de plata. Por un instante, parecía que estábamos en un mundo aparte, lejos de las miradas del pueblo, lejos de todo.
Hasta que un grito nos sobresaltó.
—¡Amelia! —era la voz de mi madre, a lo lejos.
El corazón me dio un vuelco. Ella estaba buscándome. Si me veía con Derek, sería un escándalo.
Él lo entendió de inmediato.
—Ve —me dijo en voz baja, dándome un paso de ventaja—. No te preocupes, yo ya estaba por irme.
Corrí de regreso por el muelle, con el corazón golpeando en mi pecho. Y mientras me alejaba, escuché su voz, apenas un susurro perdido en el viento:
—Hasta pronto, Amelia.
Corrí hasta llegar a la plaza, donde la luz de los faroles iluminaba las calles adoquinadas. Mamá estaba de pie, con los brazos cruzados y el ceño fruncido, como si pudiera oler la desobediencia a kilómetros de distancia.
—¿Dónde estabas? —preguntó con ese tono que no era un grito, pero dolía más que uno.