La ciudad despertaba lentamente bajo un cielo encapotado. Las calles húmedas reflejaban las luces de los semáforos, y el murmullo del tráfico comenzaba a llenar el aire.
Leah caminaba por la Avenida, con los auriculares puestos y la capucha del abrigo cubriéndole la cabeza. Últimamente había estado escuchando música más frecuencia; la usaba como escudo contra el bullicio exterior y, sobre todo, contra los pensamientos que la acosaban desde hacía semanas.
Desde su infancia, había sentido que algo en ella no encajaba. No era solo una sensación de extrañeza, sino una certeza profunda de que había algo más, aunque no supiera explicarlo.
A veces, al tocar ciertos objetos, una oleada de emociones la invadía sin razón aparente. Otras, sueños intensos la despertaban en mitad de la noche, con el pulso acelerado y los ojos húmedos. Lo más inquietante era que, por más que lo intentara, jamás lograba recordar lo soñado.
Hasta hacía unas semanas, cuando comenzó a retener parte de esos sueños.
Esa mañana, como tantas otras, se dirigía a la universidad, donde cursaba su segundo año de Historia y Antropología. Le fascinaban las civilizaciones antiguas, los mitos y las leyendas.
Sentía una conexión especial con los relatos de reencarnaciones, almas errantes y memorias que trascendían el tiempo. Tal vez porque, su propia alma reconocía en ellos fragmentos de algo olvidado.
Al llegar al edificio, saludó a algunos compañeros y se dirigió al aula donde tendría clase de Arqueología. El profesor Ramírez, un hombre de mediana edad con una pasión desbordante por su materia, ya preparaba la presentación del día.
—Hoy hablaremos sobre los artefactos rituales de las culturas precolombinas —anunció, mientras proyectaba imágenes de objetos ceremoniales hallados en excavaciones recientes.
Leah observaba con atención las imágenes, pero una en particular captó su interés, una esfera de obsidiana, perfectamente pulida, con inscripciones que formaban un patrón circular.
—Esta esfera fue hallada en una cueva en el norte de México —explicó el profesor—. Su función exacta es desconocida, pero se cree que tenía un propósito ceremonial o espiritual.
Un escalofrío recorrió la espalda de Leah . La imagen de la esfera le resultaba inquietantemente familiar, como si ya la hubiese visto antes, aunque sabía que era imposible.
Al finalizar la clase, se acercó al profesor.
—Profesor Ramírez, ¿hay alguna posibilidad de ver esa esfera en persona?
—Lamentablemente, está en exhibición en un museo en Ciudad de México —respondió—. Pero si te interesa, puedo proporcionarte más información y bibliografía al respecto.
—Sí, por favor —asintió , agradecida.
Esa noche, en su apartamento, Leah no podía dejar de pensar en la esfera. Buscó imágenes en internet, pero ninguna le provocaba la misma sensación que la mostrada en clase. Decidió escribir en su diario, una costumbre que mantenía — de vez en cuando— desde la adolescencia.
“Siento que la esfera me llama. No sé cómo explicarlo, pero hay algo en ella que despierta algo en mí. ¿Será posible que la haya visto antes? ”
Al cerrar el diario, una imagen fugaz cruzó su mente, un hombre de ojos intensos, mirándola con una mezcla de amor y tristeza. No recordaba su rostro con claridad, pero su presencia era reconfortante y dolorosa a la vez.
Los días siguientes, Leah se sumergió en la investigación sobre la esfera y las culturas que la habían creado.
Cuanto más leía, más sentía que estaba desenterrando una historia olvidada.
Los sueños se intensificaron. Se veía a sí misma en lugares y épocas distintas, siempre con la sensación de estar buscando algo... o a alguien.
Una tarde, mientras caminaba por la ciudad, se detuvo frente a una tienda de antigüedades que nunca había notado antes. El escaparate mostraba objetos de diversas épocas y culturas. Movida por su fascinación por lo antiguo — y por un impulso inexplicable — cruzó la puerta.
El interior estaba tenuemente iluminado, con estanterías repletas de artefactos y reliquias. Detrás del mostrador, un hombre de cabello canoso y ojos amables la observaba.
—Bienvenida —dijo con voz suave— ¿Buscas algo en particular?
Leah dudó un momento en responder.
—No estoy segura. Solo sentí la necesidad de entrar.
El hombre asintió, como si comprendiera perfectamente.
—A veces, los objetos nos llaman. Tal vez hay algo aquí que te pertenece.
Recorrió la tienda, observando los objetos con atención. De repente, sus ojos se posaron en una esfera de obsidiana, idéntica a la que vio en clase. No, estaba segura que era la misma.
Se acercó y la tomó entre sus manos.
Una oleada de emociones la golpeó sin piedad.
La habitación desapareció por un segundo. Ya no estaba en la tienda, y dudaba de si seguía siquiera en su ciudad.
Todo a su alrededor se fundió en una niebla espesa, casi plateada, que palpitaba como si tuviera vida propia. Sintió cómo su respiración se volvía pesada, el latir de su corazón en los oídos.
No era miedo lo que sentía, sino una mezcla de reconocimiento y vértigo.
Imágenes se colaron en su mente, un templo tallado en piedra negra, una mujer idéntica a ella corriendo entre columnas rotas, una voz masculina susurrando su nombre...pero no decía Leah.
Eliah.
La dejó caer.
La esfera rodó hasta quedar a los pies del dueño de la tienda. Él se agachó con calma para recogerla, pero no hizo ningún comentario. Solo la miró con esos ojos que parecían haberlo visto todo.
—Pasa más seguido de lo que te imaginas —dijo con una sonrisa enigmática—. A veces no recordamos lo que fuimos, pero el alma... el alma nunca olvida.
Leah apenas podía respirar. Se apoyó en una vitrina para recuperar el equilibrio.
—¿Qué... qué fue eso?
—Una grieta —respondió el hombre—. Una pequeña grieta en el velo de tu memoria. Por lo visto, no es la primera.