La ciudad se vestía con su habitual gris plomizo, hacía notar los contrastes, árboles milenarios custodiaban las plazas silenciosas, mientras edificios desgastados por la humedad y el tiempo se alzaban sobre las cabezas de los transeúntes. En las calles, el pasado y el presente se mezclaban como un perfume antiguo que nadie sabía de dónde venía.
Leah caminaba sin rumbo por el centro . Llevaba auriculares, pero desde que salió de su apartamento, no había sonado ni una sola canción. Su mente flotaba en un estado difuso, como si estuviera presente y ausente al mismo tiempo.
Apenas habían pasado unos días después de ese “momento” que tuvo en su habitación con el objeto.
La esfera pesaba en su bolso como si, en lugar de un artefacto pequeño, llevara un bloque de plomo macizo.
Había intentado dejarla en casa, esconderla en algún cajón, pero no pudo. La noche anterior había soñado con fuego.
Colgaba de un precipicio, y bajo sus pies se extendía un mar de fuego, esperando quemarla viva. Frente a ella, de pie, había alguien observándola mientras ella luchaba desesperadamente por subir. En el centro de todo, la esfera de obsidiana flotaba entre las manos de esa persona. Y aún así, apenas podía recordar algo más.
Solo un nombre.
Lior.
Y el sonido de su propia voz gritándolo, con una mezcla de odio y deseo que le erizó la piel incluso dormida.
En la facultad, todo parecía seguir su curso. Sara hablaba de exámenes, profesores, y de un chico nuevo en su grupo de investigación —al parecer “misteriosamente atractivo”—, pero Leah apenas escuchaba. Algo en el aire le provocaba un zumbido constante en los oídos, como si el ruido de su alrededor fuese más fuerte de lo normal.
En un momento, Sara se detuvo a mitad de frase y la miró con atención.
—¿Otra vez esos sueños raros?
Leah dudó.
—Sí... Pero este fue diferente.
—¿Pesadilla?
—No exactamente. Soñé con alguien. Con un nombre.
—¿Un nombre?
Leah bajó la voz, como si dijera una palabra prohibida.
—Lior.
Sara frunció el ceño.
—¿Lo conoces?
—No. Pero sentí que sí. Como si... no fuera la primera vez que lo decía.
—¿Y qué pasaba en el sueño?
Leah tragó saliva.
—Fuego. Voces. Y una sensación... como si estuviera atrapada en algo que ya viví muchas veces.
Sara la miró con seriedad, por primera vez sin bromas.
—Leah, en serio, ¿te encuentras bien?
—No lo sé. Eso es lo peor.
Más tarde, en casa, Leah decidió hacer lo que —irónicamente— no se le había ocurrido antes.
Buscar en internet , escribió el nombre Lior. Los resultados arrojaron significados, orígenes hebreos: “mi luz”, “Dios es mi luz”.
Una ironía cruel, casi ofensiva, para alguien que, en su sueño, la había dejado arder viva.
Pero más allá de los significados comunes, encontró una página oculta, de hace muchos años, enterrada en lo más profundo del buscador. No tenía diseño moderno, solo un fondo negro y letras blancas. Parecía un foro antiguo — pensó que quizás lo había creado algún aficionado del ocultismo— dedicado a temas como la reencarnación y las almas fragmentadas.
El título de uno de los hilos le heló la sangre.
“Los que persisten: cuando una sombra te sigue a través de vidas.”
Hizo clic.
Alguien, bajo el nombre “E.B.“, relataba su experiencia con sueños recurrentes, memorias que no le pertenecían, y un vínculo con una figura masculina que aparecía una y otra vez en cada vida, persiguiéndola, amándola, destruyéndola.
Cada palabra parecía escrita para ella.
“Lo peor no es que me encuentre. Lo peor es que siempre lo elijo. Incluso cuando sé que me va a matar.”
Leah dejó de leer.
Cerró la laptop de un golpe, se levantó y caminó por la habitación arrastrada por la ansiedad.
¿Estaba perdiendo la cabeza?
¿O estaba recuperándola?
Entonces, lo sintió de nuevo. La esfera.
La llamó. Literalmente.
Desde el interior de su mochila, una vibración sutil se propagaba como un pulso. Leah la sacó. Estaba tibia, pero no ardía como la última vez... Más bien parecía como si alguien la hubiera sostenido hace apenas unos minutos. Al tocarla, un susurro apenas audible le acarició el oído, igual que antes.
Como si quisiera decirle algo.
No lo entendió, pero si lo sintió.
Tres días después, Leah se cruzó con el chico nuevo del grupo de Sara. Estaba en la biblioteca, hojeando unos libros polvorientos que claramente no formaban parte del programa de Biología Molecular que cursaba su compañera.
Leah lo miró de reojo, con incomodidad en el pecho.
Sus ojos eran lo más extraño. Grises, pero no opacos. Grises como el cielo antes de una tormenta. Intentó —sin éxito— no sentir envidia por lo hermosos que eran.
Evitó mirarlo directamente, pero algo dentro de sí reaccionó al instante. Una pulsión entre lo familiar y lo desconocido.
Era como si su cuerpo lo reconociera antes que su mente.
Él levantó la mirada del libro justo cuando ella pasaba por su lado. Sus ojos se encontraron.
Y fue como si algo frágil se quebrara.
Un cristal. Un velo. Algo invisible, pero real.
—¿Leah? —preguntó él, como si no pudiera creer estar viéndola.
Ella se detuvo. El corazón le latía demasiado rápido. Su nombre, dicho en esa voz baja, grave, casi herida, la sacudió por dentro.
—¿Nos... conocemos? —preguntó, a medio camino entre la confusión y un miedo sutil por lo que estaba sintiendo.
Él sonrió. Pero era una sonrisa... triste
—Sí. Pero no todavía.
Ella frunció el ceño, ¿ Le estaba tomando el pelo?
—¿Eso se supone que es una frase de coqueteo?
Él bajó la mirada, sacudió la cabeza suavemente y murmuró:
—No. Ojalá lo fuera.
Un silencio tenso se formó entre ambos. Leah estaba por seguir su camino cuando él habló otra vez, esta vez con más claridad.
—Mi nombre es Eron. Y creo que... tu y yo ya tuvimos esta conversación antes.