La lluvia no cesaba.
Golpeaba los ventanales del apartamento como si quisiera atravesarlos, haciendo temblar los cristales con cada retumbo. El cielo, oscuro y vibrante, rugía con una violencia persistente. Desde el día anterior el mundo parecía atrapado en una noche constante, incluso cuando era de día. Leah, envuelta en una manta gruesa de lana que la resguardaba del frío, no podía apartar los ojos de su reflejo en el espejo del pasillo.
Pero lo que veía no era solo su rostro.
Era otra cosa.
Eran las otras.
Como si su reflejo no le perteneciera del todo, como si, al observarlo el tiempo suficiente, pudiera distinguir la silueta de todas las Leah que alguna vez fue... O que aún habitaban en ella.
El contorno de su clavícula ardía bajo la tela, allí donde Lior la había tocado.
Podía ver la marca, la sentía vibrar. A veces le punzaba con dolor agudo, otras simplemente palpitaba, como si se alimentara de su miedo, de sus recuerdos, de su sangre.
Quiso fingir demencia — o no la fingió del todo. Se dijo que era el shock, quizás un trauma. Se dijo que era el cansancio, y tal vez lo era.
Desde que toda esta locura comenzó, el sueño se le había deshilachado.
Pero sabía que en su mayoría eran excusas.
Excusas que sabía que no podía permitirse.
Cada segundo que pasaba, más recuerdos se agalopaban en su mente. No eran sueños. No eran alucinaciones.
Un campo de batalla cubierto de cenizas y cuerpos inertes. El olor del hierro y la sangre suspendido en el aire. Gritos de auxilio desgarradores que rompían la noche. El rostro de Lior acercándose entre la bruma, con los ojos ardiendo de furia... y de ese amor retorcido.
“Nunca podrás escapar de mí.”
Su voz no parecía solo quedarse en su memoria. Era un susurro presente, reptando bajo su piel.
Leah cerró los ojos con fuerza, tratando de arrancarse el pasado de la mente. Luchaba por separar lo que es y lo que algún día pareció ser. Pero la línea entre ambos ya no existía.
Tenía que hacer algo. O perdería por completo la cordura.
Y había solo una persona que podía ayudarla.
Eron.
El nombre se clavó en su mente, sintiéndolo como un faro en la oscuridad. Él también la había mirado diferente. Con esa misma intensidad que removía algo dentro de ella, despertando emociones tan crudas que la hacían sentirse extrañamente amada... Y al mismo tiempo, profundamente triste.
Él también sabía cosas que ella no entendía.
Leah maldijo entre dientes, arrojó la manta y buscó su teléfono. Sara le había pasado el número de — su guapo amigo— Eron.
Manos temblorosas, la pantalla parecía pegajosa, haciéndole difícil escribir. Marcó el número que había evitado marcar toda la semana.
Un timbrazo. Dos. Tres.
—¿Leah?
La voz de Eron era tensa, como si hubiera estado esperándola.
Ella tragó saliva.
—Necesito verte —dijo sin rodeos. A estas alturas no había lugar para la timidez.
Del otro lado se escuchó un objeto metálico caer sobre una mesa, el cierre de una chaqueta y el ruido de llaves.
—¿Dónde estás?
Leah le dio la dirección sin pensarlo. Parte de ella temía que, si dudaba siquiera un segundo, perdería la fuerza para hacerlo. Quitando el teléfono de su oído, notó que sus manos temblaban. Había algo en la presencia de Eron que la desarmaba, que la ponía nerviosa de una forma extraña.
—Voy —dijo Eron, y colgó.
Veinte minutos después — demasiado rápido—, tres golpes secos sonaron en su puerta.
Leah abrió. Y allí estaba.
Eron, con su chaqueta oscura empapada por la tormenta, el cabello chorreando agua, los ojos ardiendo como carbones encendidos.
En otra circunstancia, habría pensado que se veía increíblemente atractivo.
Pero no era la lluvia lo que hacía que se viera peligroso.
Era la urgencia. La rabia contenida. El miedo.
Sin pedir permiso, entró en el apartamento, cerrando la puerta detrás de él, y para sorpresa de Leah, él se quitó los zapatos en la entrada.
— Eres bienvenido — dijo ella, intentando sonar graciosa, buscando aliviar la tensión. No fue un reproche, pero tampoco lo logró del todo.
—¿Qué pasó? —preguntó, la voz ronca.
Leah apenas podía responder. No sabía si era por el frío, los pensamientos indecentes que se le cruzaban con solo mirarlo, o el simple y llano nerviosismo.
Se reprochaba en silencio. Después de todo, era un desconocido — Por Dios.
—Él... vino —susurró.
Eron la miró. De verdad la miró.
Y en su rostro, Leah vio confirmadas todas sus peores pesadillas.
—¿Te tocó? —preguntó, su voz bajando un tono, casi un gruñido.
Ella asintió, incapaz de fingir valentía, no le quedaban fuerzas.
Eron cerró los ojos, como si quisiera contener algo salvaje dentro de sí.
Cuando volvió a hablar, su voz era una orden disfrazada de calma.
—Muéstrame.
Leah dudó. ¿Era lo correcto? ¿Podía confiar en él realmente?
Pero algo en la seriedad de su expresión, en la desesperación apenas contenida en su postura, la convenció.
Se bajó ligeramente el cuello del suéter, dejando expuesta su clavícula.
Ahí estaba, la marca, delineada en rojo por la irritación, como si ardiera desde dentro.
Cuando Eron se acercó y pasó sus dedos —apenas un roce— por el lugar donde sentía la marca, un destello de energía atravesó la habitación.
Leah jadeó. Eron también.
Porque, durante un segundo, la runa tomó un brillo con intensidad. Un símbolo antiguo apareció , trazado en líneas de fuego blanco y sombras líquidas.
Eron maldijo en un idioma que Leah no entendió.
Se apartó de golpe, como si se hubiera quemado, el ceño fruncido, los labios apretados con rabia.
—Él te marcó —dijo en voz baja, temblándole de furia.
Leah se abrazó a sí misma, conteniendo el temblor.
Un loco la había “marcado”, y ella podía sentirlo. Como una cadena invisible tirando de su pecho, acercándola a él.