Tales cuentos volumen 1

En el campo de batalla

«Cada guerra es una destrucción del espíritu humano.»

Henry Miller

 

Mientras recogían una vez más las redes vacías desde el interior de las aguas, el pescador le dijo a su pequeño hijo, quien le miraba con incredulidad. 


—Nunca dejes de tener esperanza en tu vida, porque mientras la tengas y la hagas parte de ti, en algún momento, las redes de tu pesca saldrán llenas.


La jornada recién comenzaba y para el niño, no vislumbraba que fuera auspiciosa. Les esperaba un largo día en alta mar, aunque la confianza de su Padre, parecía decir lo contrario.


***


El cielo estaba teñido de color gris. A lo lejos, el sonido de un trueno viajaba gracias al eco, retumbando los oídos de la campaña. Aquellos jóvenes soldados atravesaban los escombros de la ciudad, viendo como colgaban las techumbres de las casas y escrutando los muros derrumbados junto a sus respectivos edificios. El humo aún se sentía en el aire, acompañado del olor repugnante de los cadáveres y de la sangre estancada en los charcos. Los lejanos aullidos de los perros y los gritos desesperados de la batalla, erizaban los pelos a los noveles conscriptos.


Estaban solos. Perdidos entre esa desconocida ciudad. Su capitán había caído hace algunos días y antes de morir le pidió a Montesco que se hiciera cargo. Este por su parte no se sentía capacitado para asumir el control de sus compañeros, pero como última voluntad de su superior, aceptó sin preámbulos. A algunos de sus compañeros no les había parecido prudente dejar a cargo a un hijo de inmigrantes mexicanos, pero de igual forma aceptaron aquellas condiciones. Era preferible estar a cargo de alguien, a estar caminando sin rumbo. Aunque fuera un pequeño latino de pocas palabras.


La noche estaba sobre ellos. El frío invernal penetraba hasta sacudir sus huesos y a ratos, sus estómagos se retorcían, debido a la falta de comida. Montesco, al ver estas dificultades y notar el cansancio del pelotón, decidió que pasarían la noche en las ruinas de un viejo almacén que se les cruzó en su camino. Aquel edificio era el único que aún poseía techo y era perfecto para evitar la inminente lluvia que caería en cosa de minutos. Un viejo contenedor de gasolina oxidado, sirvió para improvisar una fogata que les permitió apaciguar el frio. Algo de calor proporcionaba, porque al poco rato cada uno se alejó, formando un semicírculo alrededor del barril. Solo faltaba la comida y desgraciadamente la última ración la habían consumido a mediodía. 


Montesco envió a dos conscriptos a recorrer el perímetro y buscar algo comestible. A regañadientes, ambos soldados se levantaron de sus puestos y abandonaron el lugar, desapareciendo entre las sombras. Montesco se sentó a espaldas de una deteriorada columna de concreto, un poco alejado de la fogata. Su mirada recorrió cada centímetro del inmueble. Las sombras algo tenebrosas que caían sobre las ruinas, eran perfectamente definidas, gracias a la tenue luminosidad que les hacían ver grotescamente alargadas, simulando a esqueléticos brazos fantasmales. Sus otros compañeros descansaban, algunos al igual que él apoyados en alguna columna, otros descansado recostados en el suelo, buscando combatir el cansancio a como diera lugar. Montesco, al igual que sus conscriptos, se acomodó lo más que pudo y trató de dormir un rato. Finalmente, un sueño profundo le hizo bajar la guardia. Logró dormir sin importarle su alrededor.


***


Un grito dentro de su cabeza le despertó. La oscuridad era completa. La llama se había consumido y alrededor suyo, las tinieblas y el frío sepulcral le hacían compañía. Buscó en uno de los bolsillos de su chaqueta militar, encontrando una pequeña linterna. Al parecer las baterías estaban agotadas, ya que ni con golpes logró encenderla. Un viejo encendedor en su bolsillo derecho del pantalón era lo único que le dio luminosidad. Estaba solo. No habían llegado los dos exploradores. Tampoco estaba el resto de la compañía. Solo el tambor oxidado con restos de cenizas le acompañaba. Eso le desconcertó. Pensó que le habían abandonado por su condición de «favorito del capitán». Quizá fueron a buscar a sus compañeros, no lo sabía. Lo único que realmente tenía claro era que estaba solo, que debía avanzar y continuar su camino. 


Era muy arriesgado salir en búsqueda de sus conscriptos. En esos momentos se encontraba en una zona altamente peligrosa.
Estaba completamente aislado. Su radio había fallado hace algunos días y desgraciadamente uno de los exploradores tenía una. Pero de qué le serviría. No sabía nada de su campaña. Después de meditar un poco, decidió sentarse a esperar. En una de esas regresarían, debía ser optimista. 


La última vez que revisó su reloj ya llevaba tres horas esperando. Nadie daba señales de vida, por lo que puso su mochila a sus espaldas y emprendió su camino sin titubear. No quería quedarse solo en ese lugar. Había visto muchas cosas desde el comienzo de la guerra, por lo que andar sin compañía en cualquier lado, era una sentencia de muerte segura. Quedaba muy poco para llegar al campamento y debía emprender el rumbo más que rápido. Esperaba que sus conscriptos estuvieran sanos y salvos, esperándole como buenos soldados, aunque no estaba muy seguro de ello.


***


Andaba a tranco largo. Pasando sobre los montículos de tierra y los restos de chatarra de viejos autos abandonados. La oscuridad, aunque trataba de aplacar con el pequeño encendedor, era intimidante y ante la infinidad de ruidos similares a susurros y de los extraños gritos de la guerra a lo lejos, esta parecía acrecentar el miedo dentro del joven soldado. Tarde o temprano, la pequeña llamita se consumió. Montesco insistió en vano recuperar su pequeña luz, pero el gas combustible se había agotado. Ahora todo estaba teñido con el color de la noche.



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En el texto hay: fantasia, distopia, steampunk

Editado: 06.09.2023

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