Tardes del setentaicinco

Monólogo uno (hija)

La primera vez que estuve frente al lago de Nicaragua carecía de esta maldad que ahora me recorre por el cuerpo. Contemplé las aguas marrones y un poco enfurecidas del Cocibolca. El lago ya estába contaminado, pero mi alma y mis manos se encontraban limpias. El lanchero con su voz gruesa nos aviso que debíamos subir nuestras maletas. Mi madre, doña Valeria Chamorro, miró al lanchero sonriendo con gesto amable y le dijo que pronto lo haríamos. 

—¿Qué te parece el lago? 

La verdad es que no supe que contestar ante la pregunta de doña Valeria. Hubiera sido imprudente haberle dicho que deseaba ir a  otro lugar de Granada.  Subimos a las tablas que servía  como plataforma para engancharse en la lancha. A mi mamá no le agradaba que utilizara el lenguaje corriente. En mis pensamientos ella no podía estar. Yo era consciente de lo irrelevante e innecesario de aquel viaje hasta la isla. Pasamos encerradas dos meses hasta que se arreglara el enredo político, aunque eso no pasó. 

Es imposible recordar con exactitud cuál fue la respuesta que di. Es cansado dar respuesta a preguntas que se contestan solo con el semblante. Los recuerdos que si están nítidos son las tardes en que lo vi a él con su cuerpo delgado, tomando sol y expuesta su cola de pez. Ese día no había nadie en la isla, los pecadores y los turistas habían desaparecido. En las otras isletas el silencio era prolongado al igual que la ausencia. Mi madre dormía y la pude haber creído muerta porque se acostó luego del almuerzo y despertó al anochecer.

Probablemente el silencio es un punto importante en el amor. Sin silencio no puede fluir esa sensación de enamoramiento. El silencio ayuda a que los ojos se expresen  por su cuenta. 

Nuestra casa, construida en un punto alto de la isleta,   era lujosa. Había un diván grande en el centro de la sala, la cocina amplia y surtida tenía un piso impecable. Además, el balcón siempre fue uno de mis lugares favoritos. No había plantas o algún jardín. Ocupabamos la isleta más grande del lago. 

Dos meses encerradas no se veía tan lejano. Siempre llevaba un libro en mi mano derecha y en la otra una manzana. Las veces que salia afuera me ponía protector solar y mi traje de baño, aunque sabía que no iba a nadar, solo a leer y observar el agua serena. 

Llevábamos dos semanas en aquella rutina. Todavía puedo verme joven y esbelta con el deseo de encontrar el amor, sin embargo este se escondía a propósito. En noviembre del setentaicinco llegamos a la isleta y puedo oler la brisa de ese verano en que me salí de mis cabales. Puedo verme en la luna de septiembre y soy yo con él traje de baño, sentada en la plataforma de tablas que flotaba tranquila. De ese lado del lago todo era paz y sol. No había porque preocuparme porque  era una adolescente sin siquiera haber hablado con un muchacho. 

Hasta que lo vi a él. ¡Sí! A simple vista su cuerpo era de un hombre común y corriente, la piel tostada y los ojos negros. Su cabello largo amarrado con algo que no alacance a ver, en el primer momento. 

Desde chavala me llamaba la atención ver a los hombres desnudos, más bien quería verlos. Mi madre nunca me permitió salir con ningún chavalo. Sentía esa curiosidad grotesca por saber como era un hombre desnudo. Cuando era pequeña doña Valeria Chamorro no me permitía jugar con varones y me tocaba hacerlo con niñas o sola. El próximo año iba a cumplir diecisiete y nunca atisbe, ni por accidente, a un muchacho desnudo o semidesnudo. 

No me asuste por su cola de pescado o los pequeños comillos que sobresalían por su labio superior, la segunda vez que lo aviste, y se atrevió a acercarse. La monotonía se disolvió en esos pequeños instantes en que podía observarlo y hablarle de lo aburrida que era mi existencia en aquella isla. 

 



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En el texto hay: monlogos amor y sirena

Editado: 12.01.2023

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