El calor en la isla era insoportable. Raras veces soñaba con mi madre y ese día la soñe. Preferia olvidarla y no traer viejos rencores. Estaba acostada boca arriba pensando en lo sola que me encontraba y lo anciana que me había vuelto. Gissela no se parecía conmigo y sus modos peor. Cuando tenía tres añitos la traje a la isla y me daba miedo que se fuera a ahogar, aunque una punzada en el corazón me decía que tal vez así yo podría ser más joven y rehacer mi vida. No la volví a traer después de eso.
La voz chillona de mi hija me pregunta hasta el cansancio por qué las islas se forman y en ese momento cierro los ojos y la vida tal vez tenía un poco de perfección.
—Es por los volcanes. Le conteste un tanto enfadada.
Hice yo las preguntas cuando ella iba creciendo y nunca me contestó y si lo hacía se ponía fría como si no fuese un ser humano.
Recuerdo que su padre le regalo un libro y pasó esos dos meses leyendo.
Que lejos estaba de Gissela y a la vez la tenía cerca, todos los días viviendo juntas, pero sin conocernos. Es que yo no supe ser madre y no me pueden culpar por eso. Nadie me advirtió sobre los peligros de criar a otro ser humano.
En la cena del veinticuatro de diciembre del setentaicinco, hablamos sobre un asunto que vi y escuche la tarde de ese mismo día. No nos hicimos regalos, para nosotros fue un día normal. Mi hija hablaba sola y miraba un punto fijo en el agua.
Hacia mi siesta como de costumbre y no podía dormir. Escuché murmuros y me asome a la ventana que daba a la parte trasera de la casa. Estábamos desligadas del mundo, pero ella hablaba con alguien y nunca vi a nadie.
Gissela hablaba sola otra vez. En Granada eran ocasiones que hablaba sola. Estar tan aisladas estaba provocando que se saliera de sus cabales.
Descubrí que mi hija necesitaba amor y su cuerpo exigía otro cuerpo. Se enamoro de alguien que no existía, el sentimiento de amar nos hace fantasear sobre hechos inverosímiles. Gissela parecía madura, sin embargo no lo era.
Nos quedaban pocos días en la isla y no podía llamar al Psiquiatra que la atendía. Creí que el destino de Gissela iba a ser terminar encerrada en el manicomio de Managua y me equivoque. El amor me dejó sin manos y sin voz en ese tiempo en que era joven. En mi hija nunca vi el amor, ni en nadie más. Gissela solo fue un bebé y una persona entre tantos. No podía exigirme de algo que nunca me dieron.