“Donde habita el amor, hasta el silencio se vuelve música.”
Hay una etapa en cada historia de amor que parece tejida con hilos dorados, donde el tiempo no pesa y todo brilla con una luz suave. Así fueron esos años contigo. Los días dorados.
Recuerdo cómo empezó todo, más allá del primer "te amo" que compartimos de adolescentes. Fue en los pequeños gestos donde supe que te amaba. Tú tenías esa forma de fruncir la nariz cuando algo te emocionaba, y esa risa que parecía burlarse del dolor que venías cargando. Me enamoraste sin darte cuenta.
Yo, el chico curioso que creía que el mundo estaba en la calle, en los viajes y en los libros, descubrí que todo ese universo cabía en ti. En tus ojos avellana y en la manera en que hablabas con las manos. Tu pasado te había dejado heridas abiertas, algunas aún sangraban, pero yo solo veía a una mujer valiente, hermosa, construida de cicatrices y coraje. Quise ser tu guardián, tu escudo. Nunca para salvarte, sino para que tu alma pudiera descansar por fin.
Nuestra historia se llenó de anécdotas tontas pero nuestras.
Como aquella vez que fingí que había olvidado nuestra cita solo para poder tocar a tu puerta con flores robadas del jardín del parque, haciendo el ridículo mientras tarareaba esa canción tuya de adolescente. O cuando cocinaste por primera vez y casi incendiamos la cocina, pero aún así terminamos cenando con risas entre mordiscos de arroz crudo.
Logré llamar tu atención con tonterías. Te dejaba notitas en los bolsillos de tus chaquetas, algunas con poemas, otras solo con un “¿Pensaste en mí hoy?”. Una vez escribí en el espejo empañado del baño: “Tu sonrisa es mi lugar favorito del mundo”, y tú saliste corriendo a abrazarme aún con la toalla envuelta en el cabello.
Eras capaz de volverme loco solo con mirarme. No necesitabas maquillaje, ni ropa costosa. Bastaba con que me miraras desde la cama, con esa voz dormida diciendo mi nombre, para que el resto del mundo dejara de importar.
Juntos alquilamos aquel pequeño departamento con goteras en invierno y paredes que crujían con el viento. No importaba. Era nuestro reino. Un lugar donde tú, por fin, pudiste dormir sin miedo. Donde yo aprendí que amar no es solo besar, sino también acompañar los silencios, entender los gritos ahogados y abrazarte cuando tus fantasmas querían volver.
A veces, tus espinas me herían. Tenías días grises, días de tormenta interna. Y yo sangraba por intentar alcanzarte sin que me empujaras. Pero aún así me quedaba. Porque amarte era quedarme incluso cuando dolía. Porque el amor no siempre cura, pero sí acompaña.
Y entre esas grietas de dolor, fuiste sanando. Poco a poco. Día a día. Y yo era feliz con solo verte dormir en paz, sin pesadillas. Era todo lo que necesitaba.
Nunca fuimos perfectos. Pero en esos días dorados, creí que sí.
Y si alguna vez me preguntan cuándo fui realmente feliz, responderé sin dudar:
“En ese pequeño departamento, donde ella aprendía a sanar... y yo aprendía a amar.”
Editado: 10.08.2025