La primera noche fue un accidente. Eso se decía él.
Ella se quedó dormida en el sofá, con la luz tenue de la televisión reflejando su rostro sereno, ajeno, ajeno a él. Él la miró desde el marco de la puerta un momento, dudando si despertarla, si cubrirla con la manta que había a sus pies o simplemente sentarse a su lado. Al final, no hizo nada. Se dio la vuelta y se fue solo a la cama.
Fue la primera vez que la cama se sintió demasiado grande.
La segunda noche fue un hábito. La conversación fue escasa, los saludos forzados, las sonrisas breves. Ella se encerró en el baño durante casi una hora. Cuando salió, ya estaba dormido. O eso fingía. Escuchó sus pasos descalzos caminando por la habitación, su respiración contenida cuando lo vio boca abajo, dándole la espalda. Ella dudó, como si fuera a hablarle. Pero no lo hizo.
Y luego, la tercera noche, fue una elección.
Ella se acostó dándole la espalda. Él también.
La cama era ahora un muro.
No sabían en qué momento exacto habían dejado de buscarse con las manos bajo las sábanas, de enredar las piernas como una costumbre sagrada. Ya no había besos en la nuca, ni caricias silenciosas en la madrugada. El lenguaje secreto que habían creado con los cuerpos se había oxidado. Y dolía. No con un grito, sino con ese silencio seco que arde.
Él recordaba cuando solía girarse solo para abrazarla, incluso sin despertarse del todo. Ahora ni siquiera se atrevía a rozar su espalda, como si un simple contacto fuera a romper lo poco que quedaba entre ellos. Ella, por su parte, lo escuchaba respirar en la oscuridad como quien escucha a un extraño en otra habitación. Y en el fondo... lo extrañaba.
Pero estaban cansados. No físicamente. Cansados de tropezarse con las palabras que no decían, de fingir que no les dolía. Cansados de la guerra fría que habían permitido nacer entre promesas olvidadas y sueños empolvados.
Una noche más tarde, él se levantó en silencio y fue al sillón. No soportaba seguir fingiendo que dormir a su lado sin tocarla no lo estaba destruyendo. Ella lo escuchó irse. Escuchó el crujido del sofá, el suspiro derrotado de su pecho al recostarse ahí. Pero no fue por él.
Ni él volvió por ella.
Ambos fingieron que no pasaba nada.
Pero el vacío entre los dos se volvió tan grande, que incluso el silencio ya no encontraba por dónde cruzarlo.
Y sin embargo, ahí estaban, casados hace diez años, compartiendo la misma casa, la misma cama, pero no el mismo corazón. Dormían cerca… pero vivían lejos.
Editado: 10.08.2025