Te ame incluso cuando ya no estás

Capítulo 9 - Cumpleaños sin velas

El sol no había salido aún cuando él despertó. Las sábanas a su lado estaban frías. Como desde hacía ya semanas. O meses. Quizás más. El silencio de la casa no era nuevo, pero esa mañana pesaba distinto. No porque ella hubiera dicho algo —de hecho, no dijo nada—, sino porque ese día marcaba una fecha que solía ser importante. Para ella. Para los dos.

Era su cumpleaños.

Él lo recordaba. Claro que sí. Lo recordaba porque aún guardaba en la memoria la forma en que ella solía esperarlo con una sonrisa en la puerta, con ese brillo tembloroso en los ojos que no necesitaba de regalos para sentirse celebrada. Porque antes, cualquier cosa bastaba. Una flor robada del jardín vecino, un postre improvisado con galletas rotas, una canción desafinada tarareada en voz baja. Antes, lo pequeño era suficiente. Porque se tenían el uno al otro.

Pero ahora…

Había comprado un pastel pequeño dos días antes. No el más caro, ni el más elaborado. Uno simple, de chocolate, su favorito. Lo había escondido en la heladera, como si el secreto tuviera el poder de revivir algo que llevaba tiempo muriendo. La nota que escribió la dejó apoyada contra la caja:
"No sé cómo cantarte sin romperme la voz. Pero aquí estoy. A tu lado, aunque no me veas."
La firmó con su inicial. Por costumbre. Por esperanza.

Ella salió temprano, con el ceño apretado y las llaves en la mano, como si el mundo la esperara allá afuera y no hubiese nada valioso dentro. No dijo “feliz día para mí”, ni hizo ningún gesto que indicara que recordaba qué día era. Ni una mueca. Ni una mirada cómplice. Solo el ruido seco de la puerta cerrándose detrás de ella.

Él se quedó en la cocina, mirando la caja. Pensó en abrirla. En dejar el pastel sobre la mesa con velitas encendidas. Pero no lo hizo. No quería que pareciera una súplica. No quería arrodillarse otra vez ante la indiferencia.

Pasó el día. Lento. Con la televisión encendida sin que nadie la escuchara. Con los platos sin lavar. Con el silencio caminando por la casa como un huésped habitual.

Cuando ella volvió, el cielo ya estaba oscuro. Traía bolsas en las manos, pero ninguna señal de que se hubiera detenido a pensar en su propio cumpleaños. Dejó las cosas en la encimera, suspiró y fue directo al dormitorio. Ni una palabra. Ni una pregunta. Ni una sonrisa.

Él se levantó, abrió la heladera y sacó la caja. La apoyó sobre la mesa, sacó una vela blanca y la clavó en el centro del pastel. La encendió con un fósforo que tembló en su mano.

Se quedó observando la llama.

—Feliz cumpleaños —murmuró, sabiendo que ella no lo escucharía.

No sopló la vela. La dejó consumirse hasta el final, como una metáfora que no necesitaba explicación.

Recordó cuando ella decía que odiaba los cumpleaños porque le hacían sentir vieja. Y él le respondía que cada año nuevo con ella era un milagro más que celebrar. Que cada arruga nueva era una historia que contar. Que cada vela apagada era una promesa encendida.

Pero ahora las promesas estaban rotas. Y las velas, olvidadas.

Se quedó solo, sentado, mientras la vela terminaba de consumirse, dejando un pequeño charco de cera sobre el pastel que nadie comería. Ni siquiera él.

Y esa fue la primera vez que ella olvidó su cumpleaños.

Pero lo más duro fue que él sospechaba que, en realidad, no lo había olvidado.
Simplemente… ya no le importaba.

Y en ese olvido voluntario, en esa indiferencia perfectamente ejecutada, él entendió que el amor no siempre muere con gritos o discusiones. A veces, simplemente… se apaga. Como una vela que nadie sopló. Como un cumpleaños sin torta, sin abrazo, sin velas.

Sin ella. Aunque estuviera ahí.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.