La cama seguía siendo la misma: grande, con las sábanas suaves que él había elegido años atrás para que ella durmiera como en una nube. La manta tejida por su madre aún reposaba a los pies, y las almohadas mantenían esa hendidura familiar de tantas noches compartidas. Todo era igual… menos ellos.
Él yacía en un lado, mirando el techo, escuchando el silencio pesado que se colaba entre los latidos de su corazón. Ella estaba al otro extremo, de espaldas, con el cuerpo encogido como si quisiera reducirse a un punto imperceptible. No había roce de pies bajo las sábanas, ni manos que buscaran manos en la oscuridad. El calor del otro parecía un continente lejano, inalcanzable aunque apenas estuviera a un metro.
A veces, él se giraba con la intención de abrazarla. Sentía el impulso recorrerle el brazo, pero algo lo detenía: el miedo a su reacción, a ese gesto tenso que ella hacía cuando ya no quería contacto. No era rechazo físico, era algo más profundo. Una muralla invisible que había crecido sin que él pudiera señalar el momento exacto en que comenzó.
Recordaba las noches antiguas, cuando el insomnio de ella se calmaba al enredarse en su pecho, cuando su respiración pausada marcaba el ritmo del descanso de ambos. Ahora, su respiración era un recordatorio de distancia: acompasada, pero ajena.
Habían llegado a un punto en el que compartir la cama ya no era un acto de intimidad, sino una costumbre mecánica. Él sabía que si esa cama hablara, contaría historias de amor, risas y pasión… pero ahora solo susurraría la rutina de dos desconocidos que aún se llaman esposos.
A veces, de madrugada, él extendía la mano para tocarla suavemente, buscando una chispa, un puente. Pero en cuanto sus dedos rozaban su piel, ella se movía apenas, acomodándose para alejarse unos centímetros más. No había palabras, no había explicaciones. Solo el lenguaje mudo del cuerpo que, sin decir nada, lo decía todo.
Él comenzó a preguntarse si era peor dormir solo o dormir acompañado de un amor que ya no lo miraba. En el silencio de esas madrugadas, comprendía que la cama, esa que un día fue un refugio, ahora era el escenario más cruel: el lugar donde cada noche comprobaban que el amor podía ausentarse incluso sin mudarse.
Editado: 10.08.2025