Te ame incluso cuando ya no estás

Capítulo 14 - Cuerpos presentes, almas ausentes

La habitación estaba envuelta en una penumbra suave, esa luz tenue que parece más un recuerdo que una iluminación real. La lámpara de la mesa de noche proyectaba un resplandor amarillento, tibio en apariencia, pero incapaz de calentar el aire que se respiraba entre ellos. Afuera, la ciudad seguía viva: autos que pasaban, un perro que ladraba a lo lejos, el rumor constante del viento contra las ventanas. Adentro, en cambio, todo parecía detenido, como si el tiempo hubiera elegido esa habitación para hacer una pausa incómoda.

La cama, antes refugio y territorio sagrado, se había transformado en un espacio neutral, como un sofá incómodo donde dos desconocidos coinciden sin buscarse. Ella estaba de un lado, él del otro, sus cuerpos separados por apenas unos centímetros, pero en medio se alzaba una barrera invisible, tan sólida como un muro de cemento.

Hubo un tiempo en que esa distancia física era imposible. Entonces, cualquier roce de piel era suficiente para encenderlos: una mano en la cintura, un pie que se buscaba bajo las sábanas, una respiración cercana que hacía imposible pensar en otra cosa. Pero esa chispa había muerto lentamente, sin aviso, sin pelea, casi sin que se dieran cuenta. Y ahora, la idea de tocarse parecía más un gesto mecánico que una invitación genuina.

Él cerró los ojos y trató de recordar la última vez que se habían besado con verdadera hambre. El recuerdo apareció borroso, como una fotografía vieja, descolorida y gastada. No podía ubicar la fecha exacta, y eso le dolió más que cualquier discusión. No saber cuándo se había apagado todo era peor que admitir que ya estaba apagado.

Ella, en cambio, se preguntaba cuándo había dejado de sentir esa descarga en el pecho al verlo. Recordaba sus manos recorriéndola como si fueran las primeras y únicas, recordaba su voz rompiendo la noche con un “te necesito” que sonaba más a confesión que a deseo. Ahora, todo se había vuelto lento, silencioso, casi aséptico. Las manos que la habían desarmado ahora parecían no saber dónde tocarla.

No era que no se quisieran. Era peor: se querían, pero ya no sabían cómo demostrárselo. El amor estaba ahí, guardado en un rincón, atrapado en capas de cansancio, de rutinas, de heridas pequeñas que nunca se curaron del todo. Se querían como se quiere una casa antigua: con respeto por lo que fue, pero con miedo de abrir puertas que quizá no lleven a ningún lugar.

Esa noche, como tantas otras, él extendió la mano. No fue un gesto de deseo, sino de costumbre. Sus dedos rozaron el brazo de ella. No hubo escalofrío, no hubo respuesta. Ella giró apenas el rostro y sonrió, pero su sonrisa no llegó a los ojos. No lo hacía por frialdad, sino por no herirlo con la verdad: que ese contacto no encendía nada.

Las respiraciones se sincronizaron por inercia, pero no por conexión. Afuera, el viento seguía golpeando los cristales, y adentro, el silencio pesaba más que cualquier conversación incómoda. Dormir juntos ya no era un acto de intimidad, sino un hábito, un reflejo de lo que alguna vez fueron.

Así, se acostaban todas las noches: dos cuerpos presentes, dos almas vagando lejos, buscando sin querer el camino de regreso a un lugar que, quizás, ya no existía.




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