El aroma del café recién hecho llenaba la cocina, como cada mañana. Era mi pequeño ritual, una costumbre que había nacido mucho antes de que el silencio se instalara entre nosotros. Antes, ella bajaba con el cabello desordenado, sonriendo como si el sol se colara entre sus labios. Antes, sus ojos buscaban los míos con un brillo que me recordaba que yo era parte de su primer pensamiento del día. Antes… todo parecía más simple.
Hoy, en cambio, estaba yo solo, de pie junto a la cafetera, viendo cómo el vapor se elevaba y se perdía en el aire frío de la casa. Serví su taza primero, como siempre: dos cucharaditas de azúcar, un toque de canela —porque le gustaba el aroma que quedaba en el borde— y la cantidad justa de leche para que no se enfriara demasiado rápido. Lo puse en la mesa, en el mismo lugar donde se sentaba todos los días, esperando que ella bajara y notara el gesto.
La escuché moverse en el piso de arriba. Pasos lentos, casi arrastrados, como si le costara comenzar la mañana. El crujido de la madera me marcó el recorrido de su camino, y por un instante imaginé que, al bajar, me regalaría una de esas miradas que solían derretirme.
Pero no.
Pasó de largo. Entró en la cocina sin mirarme, sin un “buenos días”, sin siquiera detenerse en la taza que había preparado con tanto cuidado. Se sirvió un vaso de agua, bebió un sorbo y revisó el celular mientras se apoyaba en la mesada. Ni una palabra. Ni un gesto. La taza quedó ahí, intacta, el café enfriándose lentamente como si fuera un pedazo de mí olvidado en la mesa.
—Te hice café —murmuré, apenas audible, como si me diera miedo romper el aire espeso que nos separaba.
Ella levantó la vista por un segundo, con una expresión neutra, casi cansada, y dijo un simple:
—Ah, gracias.
No lo tomó. Ni siquiera se acercó a la mesa. Volvió a mirar el teléfono, dejó el vaso en la pileta y salió de la cocina sin más.
Me quedé solo, sentado frente a esa taza, observando cómo el vapor se desvanecía poco a poco, igual que nosotros. Pensé en los miles de cafés que le había preparado a lo largo de los años, en cómo, antes, cada uno era una excusa para acercarnos, para iniciar una conversación o para reír por cualquier tontería. Ahora, era solo un recordatorio de lo lejos que estábamos, incluso compartiendo el mismo techo.
No me dolía que no lo bebiera. Me dolía que no lo viera. Que no me viera. Que yo pudiera poner cada gramo de mi cariño en esos pequeños gestos y que, para ella, fueran invisibles.
Tomé la taza y bebí el café frío. Sabía amargo, aunque tuviera azúcar. Tal vez porque no era el café lo que faltaba endulzar, sino la vida que habíamos dejado ir, gota a gota, sin siquiera darnos cuenta.
Ese día entendí que el amor no siempre muere con gritos o peleas. A veces se va apagando así: con tazas llenas que nadie toca, con palabras que se quedan atrapadas en la garganta, con una indiferencia que pesa más que cualquier odio.
Y mientras lavaba la taza, en silencio, supe que ya no estaba luchando contra su desinterés. Estaba luchando contra su ausencia… aunque siguiera viviendo conmigo.
Si quieres, el siguiente capítulo puede mostrar la primera vez que él piensa seriamente en irse, para que la historia empiece a tensarse más y emocione todavía más.
Editado: 10.08.2025