La noche se extendía sobre la casa como una sábana húmeda, pesada, difícil de apartar. Él estaba sentado en la mesa del comedor, con los codos apoyados sobre la madera fría y las manos entrelazadas, como si estuviera orando, aunque hacía tiempo que había dejado de hablar con Dios. Desde la cocina llegaban los sonidos suaves de platos y cubiertos, ese golpeteo cotidiano que antes le parecía un hogar vivo y ahora le recordaba una habitación de hotel donde todo era de paso.
La había visto llegar más temprano. No venía sola, claro. La dejó una sombra que él no se atrevió a mirar de frente, pero que sintió clavada en la piel como una espina invisible. No hubo beso, ni abrazo, ni siquiera un "hola" con intención. Solo un "ya llegué" que no necesitaba respuesta. Él asintió, fingiendo que leía algo en el teléfono, cuando en realidad sus ojos no podían enfocar más que el peso que le caía en el pecho.
Podría haber preguntado. Podría haberla enfrentado ahí mismo, con todas las palabras que le hervían por dentro. Pero no. Había algo en ella, una paz ajena, un brillo robado, que le dijo que no valía la pena derrumbar lo que ya estaba cayendo por sí solo. No quería escuchar de su boca lo que ya sabía.
Mientras ella movía tazas y hervía agua, él recordó los días en que ese sonido era sinónimo de cuidado, de intimidad. Ahora, cada burbuja en la tetera parecía marcar el ritmo de una despedida no pronunciada. Pensó en decirle que la extrañaba, que lo estaba matando su ausencia aun estando ahí. Pensó en pedirle que le dijera que no era lo que creía, que todo estaba en su cabeza. Pero la boca no se abrió.
Se quedó callado.
No porque no tuviera preguntas, sino porque temía demasiado las respuestas. Sabía que si hablaba, si rompía el silencio, lo que quedara en pie después sería un esqueleto imposible de reconstruir. A veces el silencio no es cobardía, sino la última forma de aferrarse a algo, incluso si ese algo ya se está deshaciendo entre las manos.
Ella entró al comedor con una taza para sí misma. No le ofreció café. No lo miró. Pasó de largo y se sentó en el sillón, revisando su teléfono, con una leve sonrisa que él no había visto en meses… y que no era para él.
Él tragó saliva, contuvo un suspiro y volvió a clavar la vista en la pantalla apagada de su celular, fingiendo que la vida seguía igual, aunque por dentro supiera que ya había terminado.
Y así, en esa noche lenta, aprendió que a veces el amor no se muere con un portazo… sino con un silencio que uno mismo decide no romper.
Editado: 10.08.2025