El sol apenas comenzaba a asomarse por el horizonte cuando despertó, aunque la luz tenue no logró disipar la oscuridad que sentía dentro. Se quedó inmóvil unos minutos, viendo el techo de la habitación, un techo que alguna vez había sido testigo de risas, susurros y promesas. Ahora solo era el techo de un lugar donde el amor se había ido desvaneciendo sin que pudiera hacer nada para detenerlo.
Se levantó despacio, tratando de no hacer ruido para no despertar a ella, aunque sabía que su presencia ya no era la misma. Caminó hacia la cocina y preparó café, ese ritual que tanto tiempo había sido una excusa para acercarse, para compartir momentos. Ahora el aroma del café le parecía amargo, no solo por el sabor, sino por lo que representaba: la rutina de dos personas que poco a poco se habían convertido en extraños.
Mientras esperaba que el agua hirviera, su mente volvió a ella. Pensó en todos los momentos que compartieron, desde los días dorados hasta los silencios pesados de la última época. Recordó sus ojos avellana, esa mirada que alguna vez le había prometido un mundo y que ahora parecía buscar en otra parte. Pensó en las sonrisas, en las caricias, en los planes que hicieron juntos y que, lentamente, se fueron desvaneciendo como humo entre los dedos.
Sintió una tristeza profunda, un dolor que no era culpa de nadie en particular, sino del tiempo, de las heridas invisibles que ninguno supo o pudo sanar. Se dio cuenta de que ella también cargaba su propio dolor, quizás más grande y silencioso, que la había alejado poco a poco. No era su culpa, ni la suya; simplemente eran dos personas que ya no encajaban en el mismo espacio, en el mismo tiempo.
Tomó el café, dio un sorbo y dejó que el calor bajara por su garganta, intentando calmar la ansiedad que crecía en su pecho. Se dijo a sí mismo que el amor no siempre es suficiente, que a veces los caminos se separan aunque los sentimientos sigan ahí, persistentes y dolientes. Que no siempre hay un culpable, sino circunstancias que no supieron enfrentar, heridas que nunca se cerraron del todo.
Pensó en cómo le dolía verla sonreír para otro, en la llamada que lo había confirmado todo, y cómo ese dolor no lo llenaba de rabia, sino de una melancolía suave, amarga y profunda. Porque amarla seguía siendo su verdad, incluso si ese amor ya no tenía un lugar a su lado.
El café estaba frío cuando se dio cuenta de que, a pesar de todo, quería que ella fuera feliz. Que encontrara en otro lo que no pudo darle él. Que sanara las heridas que quedaron abiertas y que quizás él nunca pudo cerrar.
En ese momento entendió que el amor verdadero no siempre se trata de quedarse juntos. A veces, es dejar ir, aunque duela, aunque duela tanto que parece que el corazón se parte en dos. Y eso, aunque no quisiera admitirlo, era lo que más le costaba aceptar.
Se sentó junto a la ventana y miró el mundo despertando. Los pájaros cantaban, la ciudad comenzaba a moverse, y él se quedó allí, con la certeza de que el adiós estaba llegando, aunque todavía no supiera cuándo ni cómo.
“No es tu culpa, pero duele”, se repitió, un susurro para calmar el fuego interno. Sabía que debía aprender a vivir con ese dolor, a no dejar que lo consumiera, a encontrar en la aceptación una forma de seguir adelante.
Porque amar también es respetar el final que a veces el destino impone.
Editado: 10.08.2025