Lo que fuimos y lo que quedamos.

Los días siguientes a aquella noche fueron extraños. No pasaba nada… pero al mismo tiempo, pasaba todo.

Ella seguía allí, en el mismo espacio, compartiendo cama, desayunos y películas. Pero él ya no sentía que la tenía. Era como convivir con un fantasma que aún respira.

A veces se reía con él, y eso lo llenaba de una esperanza absurda. Un segundo de alegría bastaba para que él ignorara horas enteras de distancia. Era como si se aferrara a migajas, convencido de que un día, quizás, podría volver a tener el banquete.

Una tarde, mientras ella dormía en el sofá, él encontró una caja vieja. Dentro había fotos, cartas, pequeños recuerdos: entradas de cine, servilletas con frases tontas escritas a mano, una nota que ella le dejó una vez:
“Gracias por ser mi hogar cuando todo afuera era tormenta.”

La leyó tantas veces que la tinta pareció desvanecerse con sus lágrimas.
¿En qué momento dejó de ser su hogar?
¿En qué momento se volvió una tormenta más?

Esa noche, trató de hablar.

—¿Te pasa algo conmigo? —preguntó en voz baja, como si temiera la respuesta.

—¿A qué te refieres? —dijo ella, mirando su celular.

—A nosotros. Siento que ya no estás. Que estás aquí, pero no conmigo.

Ella suspiró, sin rabia, sin tristeza. Solo… cansancio.

—No sé qué decirte. No es que haya algo mal. Solo... siento que las cosas no son como antes.

—¿Y no quieres que lo sean? —insistió, con un nudo en la garganta.

Ella se quedó en silencio. Bajó la mirada.

—No lo sé —dijo finalmente.

Esa fue la respuesta más dolorosa de todas. No un “no”. No un “sí”. Solo un vacío.
Un abismo sin final.

Él sonrió por fuera.
—Está bien —mintió.

Y esa noche, mientras ella dormía una vez más dándole la espalda, él volvió a mirar al techo.
Se preguntó cuántas noches más podría soportar fingir que no se estaba rompiendo.