Te enseñaré a oír si me enseñas a amar

Capítulo 1: Hace mucho, mucho tiempo atrás…

Aún recuerdo el sonido del pequeño ventilador de piso. Se encontraba apoyado en el suelo, soplando unas tiras de papel metalizadas y un aire que apenas se percibía en el ambiente; luego de chocar contra mi piel, el calor regresaba hasta la próxima vuelta. Podíamos estar así toda la tarde, de no ser porque a la noche, la otra mitad de la familia de mi mejor amigo tenía otros planes.

La casa en la arena tenía una habitación con un enorme ventanal que daba directo al mar. Nosotros estábamos tirados con el torso desnudo, con la espalda apoyada en las tablas de madera.

—Hazard —dije.

Llevábamos demasiado tiempo en silencio.

—¿Sí? —gruñó.

—¿Para qué habías dicho que servían estas cosas? —levanté perezosamente mi mano y señale las tiras de papel en el ventilador. Al dirigir mi vista a este, las tiras centellearon por el directo rayo de luz que recibían.

—Son para que tire más frío —respondió.

Su voz se llevó la conversación a otro profundo abismo de aburrimiento.

Unos cuantos segundos después comenté:

—¡Ah…! no me termina de convencer.

La calurosa tarde de verano concluyó cuando llegó la primera hora de la noche. Las órdenes del padre de Hazard fueron muy claras, debíamos asearnos y ponernos presentables.

Yo en ese momento no entendía para qué. Pero no tardé mucho en enterarme de que Akram, el padre, estaba ansioso por cenar con su ex mujer, madre de Hazard y su hermano pequeño del cual poseía la tenencia. A pesar de conocernos desde que tengo memoria, nunca los había visto en persona. A Hazard no le agrada hablar de ella, no obstante, me solía hablar seguido de su hermano Ymael.

Fue agradable tener algo que hacer en vacaciones. Desde que me habían invitado a pasar un tiempo en la casa veraniega en una pequeña isla, no hicimos más que holgazanear y esperar a que el tiempo corriese. No era como si no viviéramos a pocas horas de una bahía como para estar emocionados de conocer el agua o la playa. Podíamos sentir la cálida arena entre nuestros dedos con tan solo viajar dos horas en un autobús. Nos hartamos de pescar y de caminar días atrás. Finalmente, aunque me revolvían los nervios, la cena podría ser algo diferente para variar.

Toda la ropa que llevaba en la maleta no era otra que ropa ligera y fresca, nada elegante para lucir en el restaurante “Vanar de la Massk”, uno de los pocos restaurantes finos y costosos —por no decir el único— de la isla llamada Massk. Entonces, el padre me prestó algo suyo y, como era de esperarse, al momento de probarme el atuendo resultó que me quedaba bastante holgado. Hazard tampoco tenía ropa con la que podía desembarazarme de tal situación. Su padre, Akram terminó llevándome a las apuradas a un local de ropa en la ciudad. Me probé muchísimas cosas. Se me cayó la cara de vergüenza cuando aceptó sin dudarlo, el comprarme un carísimo traje negro de mi talla. Estaba entumecido. Me habían tomado el número de pie a cabeza, probé zapatos relucientes y moños ridículos que valían más que toda la ropa que cargaba entre mis cosas.

Cuando le pregunté por qué lo había hecho y explicarle que no podía pagarle, solo sonrío.

—Eres como de la familia, Dazan y una persona muy especial para mi hijo —dijo Akram, observándome de arriba abajo en el espejo en el cual me encontraba enfrentado—. No agradezcas. —Me cortó el habla a la mitad. Me palmeó el hombro con cariño y prosiguió—: Estás para un cuadro.

La sonrisa que me regaló al final de esas palabras me hubieran conseguido sacar una lagrima, si no fuera porque el encargado de la tienda estaba presente.

La hora acordada había llegado. Eran como eso de las nueve de la noche y por fin iba a conocer al resto de la familia de los Farran, que para ser preciso, desde su separación, pasaron a usar el apellido de Leticia.

Durante el viaje no pude evitar preguntar por ella.

—¿Cómo es Leticia? —me aventuré insensible, olvidando por completo que Hazard se ofuscaba enseguida al oír ese nombre.

Abrió la ventanilla girando la manivela y se recostó con el brazo hacia afuera.

La brisa isleña era perfecta a esas horas de la noche.

—No lo sé… ¡Ah, sí! Una mujer abandonadora.

Podía distinguir que no estaba enojado conmigo por preguntar, pero estaba enojado al fin y al cabo.

—Hazard… —Su padre llamó su atención—. No hables de esa manera de tu madre.

Hazard bufó.

—Y, ¿qué me dice usted, señor? —me dirigí al padre, quién probablemente podría ser más imparcial.

De pronto Akram suspiró y mostró una hilera de dientes tallados por el tabaco. Mantenía sus ojos en la calle, sin perderle el respeto ni un solo segundo.

—Ella es una mujer poderosa y sobresaliente en lo que se propone. —Detuvo su lengua un instante—. Además de una excelente madre.

Desde el asiento de atrás Hazard largó una carcajada sarcástica.

—Por eso me dejó —replicó Hazard. Su voz se había tornado melancólica.

—Ya tuvimos esta discusión. Ella tomó sus decisiones, pero nunca te abandonó. Tú te alejaste.

—Nos dejó por otro sujeto.

Ambos se quedaron en silencio. No sabía que podía hacer o decir para distender el ambiente, así que hice lo que a uno le nace cuando pasa exactamente eso; hablar del clima:

—La noche en esta isla es mucho mejor que la tarde. Excepto por esos odiosos insectos, en especial los mosquitos. Saben, me han dicho que el repelente no sirve para nada, lo mejor es el limón y evitar sudar, pero en verano lo último es complicado. Aunque no sé si a alguien le agrade una persona untada en limón.

Me quedé con los ojos abiertos como lunas, tratando de que no me vean el rostro.

Para mi dicha, padre e hijo comenzaron a reír. Y no pude evitar contagiarme de aquellas sinceras risas.

—Los insectos pueden ser horrendos, sí, pero, ¿nunca has visto un espectáculo de luciérnagas en medio del bosque? ¿Me creerías si te dijera que, ante las incontables luces, Leticia concibió al señorito de aquí detrás?




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