Te enseñaré a oír si me enseñas a amar

Capítulo 2: Una canción inolvidable

¡Ah…! La entrada fue increíble. Para ese entonces, podría decirse que nunca había comida en verdad. Quedé satisfecho incluso antes del plato principal, y, al contrario, fue oportuno. La cena cabía en la palma de mi mano. Me quedé mirando el blanco plato. La tercera cuarta parte estaba vacía, a excepción del centro, que contenía quién sabe qué, rodeado por una pincelada de una salsa roja a su alrededor.

Una canción de piano comenzó a escucharse. Era una pieza clásica que conocía muy bien, la había practicado miles de veces en el piano de casa, instruido por mi padre. Se me venía a la mente las incansables horas las cuales pasé sentado en el banco de madera, con la voz rigurosa de mi padre insistiendo para que no abandone, lo cual, en el presente, agradezco enormemente. Solo me hubiera gustado que me tratase como a su hijo y no como a otro de sus alumnos.

La pieza iniciaba con un suave y continuo sonido introductorio, luego, mientas más avanzaba iba tomando un ritmo enérgico y punzante. Me hubiera gustado que el pianista cantara, pero claro que eso no ocurriría; esa canción en particular era cien veces mejor cuando se acompañaba con su letra entre narrada y tarareos de su versión más moderna.

Dejé la realidad para escapar por el salón. Mi mente se dirigió a aquel piano de cola. Mis manos se posaron en la mesa y se dejaron guiar, como si lo tuviera en frente de mí, mis dedos se movían imitando las notas producidas por el hombre en el instrumento.

Un grito me quitó de mi embelesado estado.

—¡Ya tuve suficiente! —Hazard gritó—. ¿Acaso creen que no me doy cuenta?

Las miradas curiosas del resto de los comensales se posaron en él. Algunos se presentaban molestos.

—Has silencio, hijo —le pidió su padre—. No estamos en casa, compórtate.

La expresión de su madre Leticia era terrorífica.

—¿Por cuánto tiempo más debo pretender que somos una familia feliz? —espetó Hazard. El mesero se acercó para susurrarle algo al oído a Akram, quién con una seña de manos se dio a entender que pretendía arreglarlo—. ¿Piensas que no te estoy viendo? Hablan como si nada malo entre ustedes ha ocurrido. ¿Piensan volver? ¿Después de lo que te hizo?

—Siéntate —ordenó Leticia con cierta parsimonia.

—¿Con qué derecho me hablas así?

—No me hagas repetirlo.

El pianista desistió de su trabajo y fastidioso se retiró hacia lo que parecía la cocina. Poco profesional de su parte. Muchas personas se encontraban desconformes con el espectáculo que se había formado por culpa del inestable de Hazard.

A mi lado, el pequeño Ymael comenzó a sollozar. ¿Y cómo no hacerlo? Incluso a mí, alguien ajeno a ese tema, sentía pena por la situación. Aunque no tuviera el derecho a decir o meterme en sus asuntos familiares, no podía quedarme de brazos cruzados.

—Acompáñame, Ymael.

Lo tomé de la muñeca.

Una vez más el mesero regresó, pero esta vez fue para pedirles que se retiren. Akram trataba de apaciguar el ambiente, y de asegurarle que se encargaría de tranquilizar a su hijo. Sin embargo, Hazard no escuchaba, seguía ensañado con su madre.

El centro de atención me permitió llegar hasta el piano de cola sin ser descubierto. Es probable que no tuviera permitido tocarlo, pero ahí estaba. Respiré hondo, estiré mis diez dedos y con un profesional carraspeo me propuse a volver a tocar la misma canción. Al principio nadie prestaba atención al lento comienzo; pasada la introducción, se fueron volteando las miradas de las personas. Pronto, ni las voces de Hazard o Akram fueron importantes.

En ese momento todo mi esfuerzo, el tiempo invertido y los malos ratos que pasé por ello dieron sus frutos. Mi corazón latía sin igual, golpeaba mi tórax tratando de escapar en una huida descontrolada y arrojarse al mar. Mojé mis labios con mi lengua y pronuncié las suaves primeras palabras de la letra:

Te he visto llorar sentado frente al torso de un árbol.

Ven de nuevo y mírame.

Ven de nuevo y mírame.

El mundo espera a que despiertes y pienses en tus alegrías.

La canción hace una pausa para proseguir en un tono más movido y alegre, pero sin dejar de ser elegante.

Comencé a tararear:

Tataratata dararatata.

Ven de nuevo y mírame.

No hay honor y orgullo con el que te puedas esconder...

El mundo se había detenido en ese preciso instante. Se me había olvidado por completo que era lo que hacía esa noche en Vanar de la Massk, la pelea de los Farran, que estaba cantando por primera ante tanto público y el gerente a mi espalda tocándome el hombro junto al pianista original como escolta, para seguramente decirme que me vaya antes de que tenga que llamar a la seguridad.

Por algún motivo pude terminar la canción. Estaba emocionado, con la respiración agitada y con un sentimiento de felicidad que imperaba no solo en mí, si no, en casi todos a mi alrededor. ¿Había alcanzado el mayor momento de júbilo en mi vida? Hasta el día de la fecha, podría asegurar que así fue. Ni siquiera cuando obtuve mi título, mi auto o mi casa propia logré sentirme como aquella única y mágica vez.

Mis manos calientes por los nervios dejaron las teclas del piano con una caricia de despedida. Giré la cabeza hacia el gerente y dije:

—Gracias… por dejarme acabar.

Me dedico un amable semblante y me guió con la mano en la espalda hacia la salida.

Los aplausos no se hicieron esperar.

Ymael me siguió por detrás. Esperamos unos cuantos minutos en la puerta del restaurante a que el resto de los Farran salieran. Sus rostros eran ceñudos. No obstante, cuando me vieron cambiaron drásticamente. Podía sentir sus buenas vibraciones hacia mí, a pesar de estar peleados entre ellos.




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