Te enseñaré a oír si me enseñas a amar

Capítulo 4: Nuevas preocupaciones

Sentado en la sala de profesores, la curiosidad me hizo indagar un poco sobre la nueva alumna.

A mi alrededor, muchos otros profesores se encontraban ordenando sus pertenencias antes de retirarse a sus hogares.

Cada uno de ellos tenía su vida bien definida, por supuesto, en cuanto al estado civil me refiero. Los únicos dos que aún no encontrábamos pareja eran la profesora Ishma y yo, claramente. Ese hecho nos había acercado como amigos, quizá no unos excelentes amigos, pero a veces nos juntábamos a platicar fuera del horario escolar, y eso para mí, la convertía en algo más que una compañera de trabajo. Ella me sobrepasaba en unos cuantos años de edad, doce para ser exacto. Sin embargo, eso nunca se interpuso en nuestra comunicación. Fuera del trabajo es una mujer muy agradable y con muchos temas sociales. Es una verdadera pena que aún no consiga un “hombre a su altura” como suele decir ella con un tono sarcástico, seguido de una mirada lúgubre que se desvía hacía algún sitio de su mente. Digo que es una pena porque apostaría que sería una esposa increíble y digna de presumir. Por algún motivo nunca he sentido atracción romántica hacia su persona. ¿Me pregunto por qué? Después de todo lo que dije, sería normal creer que estoy detrás de Ishma. Luego, me pongo a pensar en la última vez en que sentí, ¿amor? Por una persona, y no logro hacer memoria. ¿En mi familia? ¿En mis amigos? No. Ese amor es distinto. Ese amor provoca abrazos y besos en la mejilla, pero hay otro tipo de amor. Sin importar las parejas que haya tenido en el pasado puedo jurar con seguridad que nunca amé de esa manera, ni siquiera de la otra. Los besos, las caricias, la intimación, nada fue con amor. A veces creo que todo el amor que tenía para dar se fue en cada perdida. Primero mi mascota: un canario amarillo, mi padre quién, como dije, fue mi duro instructor de piano y maestro de la música, los Farran y finalmente, hace no mucho, mi madre. Por otra parte, supongo que Hazard también se llevó parte de mí.

—Discúlpame —le dije a Jergat, uno de los profesores de educación física.

—¿Sí? ¿Puedo ser de ayuda?

No solía tener trato con él, a lo mejor es era la primera vez que le dirigía la palabra.

—¿Tu sabes dónde puedo ver la ficha de los alumnos de quinto C? Si no mal he visto, tu eres su profesor de deportes, ¿no es así?

—¿De quinto C? —meditó un instante—. Fíjate en la computadora, todo está ahí.

—Lo sé, lo sé, pero para serte sincero no me llevo bien con la tecnología —respondí, tratando de sonar amigable y que se dispusiera a echarme una mano.

—Pues deberías, ahora todo es con computadora. —Se acercó a una estantería y revisó. Nada. Se acercó a un fichero metálico y se puso a buscar, moviendo sus dedos con rapidez—. Aquí está, sabía que estaban por aquí. —Le agradecí—. Será mejor que te apures en acostumbrarte antes de que se deshagan de estos papales. Ocupan demasiado espacio cuando en esa caja milagrosa está todo a un toque de dedo.

—¿Y si se corta la luz? —bromee, estirando mi mano para tomar las fichas de los alumnos.

Jergat me dedicó una blanca sonrisa y levantó el pulgar hacia arriba.

—Haré correr a esos alumnos en una rueda gigante hasta que generen la suficiente energía —largó una carcajada estrepitosa.

—Tengo que decir que es una buena idea, están muy enclenques —reí—. Dos pájaros de un tiro, pero a decir, verdad, un poco hipócrita de mi parte. Debería pedirte una rutina.

—Cuando quieras, Dazan

Agradecí nuevamente y me puse a lo mío. Sentado en el largo escritorio revisé dos veces para cerciorarme de que no estaba por ningún lado. No pude encontrar el de Lamya. ¡No puede ser!, dejé escapar malhumorado. M recliné en el asiento de ruedas y rasqué mi cabeza, pensando que ni siquiera era tan importante como para ponerme así. Naturalmente debería haberme ido, pero sabía que si lo hacía, pasaría toda la noche con la cabeza en ello.

¡No es tan importante! ¡Ni siquiera es importante! ¡Puedo buscar mañana!, me repetía esas frases una y otra vez, entonces me paré de mi asiento y me percaté que ya no había nadie en la sala. Miré el reloj de mi muñeca y vi que eran casi las seis.

—Suficiente —dije al aire.

—¿Suficiente de qué? —contestó una voz a mis espaldas.

—Margarita, otra vez tú.

—¿Cómo que otra vez? ¿Ya no me quiere ver, profesor?

—N-no es eso, perdóneme. Es que estaba buscando la ficha de una alumna y… Estoy distraído.

La mujer de limpieza levantó un papel del escritorio frente a donde estaba y me lo mostró.

—¿Es este?

Me quedé viéndola a la cara, con los ojos estupefactos.

Asentí con la cabeza.

—¿Vio? La próxima no me eche. Si se trata de encontrar cosas no se olvide de que soy madre de cuatros hermosos monstruitos.

—Gracias, Margarita. Ya me voy, nos vemos mañana.

—Hasta luego, señor de la música.

Se colocó unos gigantes auriculares morados y se puso a barrer el suelo.

Yo tomé mi auto y una hora más tarde llegué a casa. Todo el camino de vuelta venía pensando en lo que iba a cenar, y si es que debería pasar antes por algún negocio para comprar. Al llegar todo eso se me olvidó cuando abrí la puerta de casa. En cuanto dejé mi bolso sobre el sofá saqué la ficha de Lamya.

Vivo en un pequeño lugar donde pago muy poco de renta. En el terreno, otra persona ocupa la otra mitad. Al entrar por la única puerta disponible, un pasillo largo, iluminado por un foco de luz fría, dos escaleras divididas por una pared separan nuestras puertas de casa. La persona que vive al lado es una señora mayor y, según parece, debe tener alrededor de unos ochenta años. Nunca hace ruido, o siquiera invita a otras personas a su casa. Muy pocas veces la he visto tomar un auto con chófer para ir a quien sabe dónde.

Revisé el refrigerador con la esperanza de encontrar algo que satisfaga momentáneamente mí apetito.

—¡Ah! —exclamé.

Bastones de queso y de pescado súper congelados. Eso debería bastar por ahora.




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