Casi dos meses después, los alumnos, la profesora Ishma y yo, nos encontrábamos en la autopista. El blanco autobús escolar recorría el pavimento con una velocidad que sobrepasaba con facilidad al resto de vehículos.
—Discúlpeme, ¿podría reducir la marcha? —me acerqué por detrás del asiento del chófer, palmeando su hombro con tacto—. No se olvide que podría poner en riesgo la vida de estos adolescentes.
—Sí, claro…
Apenas pude notar que disminuyó la velocidad. Me estaba tomando el pelo.
—No debí de ser muy claro. Si no baja la velocidad… —Posé mi mano con rudeza en su hombro—. Me veré en la obligación de hacer que no vuelva a manejar en su vida. Todos los padres de estos chicos se enterarán de su falta de responsabilidad. —Me miró asqueado por el retrovisor—. No sea insensato. Bájela.
El conductor puso la luz de giro y para cuando tuvo la oportunidad, se cambió al carril ligero.
—Se lo agradezco —terminé por decirle de mala gana, regresando a mi asiento.
La profesora Ishma se situaba al lado mío, leyendo un grueso libro de un aproximado de novecientas páginas. Como el viaje se estaba tornando algo aburrido, decidí sacar un tema de conversación, a pesar de que sé lo irritante que es que a uno lo interrumpan en la lectura. Se veía demasiado concentrada en ello.
—¿Qué es lo que lee? —pregunté curioso. La tapa del libro era de un color bordó, con letras doradas que lo hacían muy bello a la vista.
La profesora Ishma alzó la mirada por sobre sus lentes de patas finas. Tenía el cabello recogido en un rodete con una pinza negra. Me sonrió.
—No sabía que le interesaba la lectura —dijo. Recibió la curiosidad con cariñoso asombro—. Dígame, profesor, ¿es de buen leer?
Colocó el separador que venía incluido en el libro (un listón dorado) y cerró las páginas del libro en un golpe secó, utilizando solo una mano de uñas cortadas al ras.
Estaba un poco nervioso.
—Para serle sincero, no me gusta leer —admití un poco apenado.
Me sentía estúpido admitirlo.
—¿Alguna vez le dio la oportunidad?
—¿A qué?
—A los libros, por supuesto —largó una risita.
—No, no. Creo que no. —Hice memoria—. La última vez que leí una novela fue para no reprobar en la escuela secundaria.
—¡Ese es el problema! —Su motivación no resonó debido al barullo a nuestras espaldas. Los alumnos son difíciles de contener en un espacio tan cerrado—. Déjeme que le recomiende un par de novelas. ¿Tiene algún gusto en especial? ¿Terror? ¿Ciencia ficción? ¿Policial? —Hizo una pausa de un segundo—. ¿Romance…? Tiene cara de que le gusta lo realista, nada de fantasía, ¿me equivoco?
Ishma alzó una ceja en su última pregunta, demasiadas para mi gusto.
—No me lo había puesto a pensar, pero puede que escoja un policial. Sin embargo, no me gusta que tenga demasiados muertos, sangre y esas cosas.
—Un policial sin cadáveres, me lo ha puesto complicado, profesor. En verdad complicado. De todas maneras, de seguro que encuentro un libro adecuado para usted. Y verá que leer es universal, si no le gusta, es porque no ha leído el libro indicado.
Se veía bastante interesada.
—Puede que tenga razón —sonreí. Después proseguí cambiando de tema—: Ishma, recuérdeme por qué tuve que venir. Si no me equivoco, debería de haber venido Carlos en mi lugar. Digo, él es el que enseña biología y el que propuso este viaje educativo.
—Se equivoca, yo fui quien suplantó al profesor Carlos Aguerra. A usted, profesor, lo votaron los mismos alumnos de quinto C. Es una verdadera lástima, el señor Aguerra estaba realmente entusiasmado de que le permitieran este viaje, y encima de que luchó mucho contra el señor Mustafá, esta mañana avisó de último momento que cayó engripado. Imagínese como debiera estar para perderse este viaje, una pena.
—Sí, pero, ¿por qué yo?
—Eso debería de preguntárselo a sus alumnos, aunque para serle sincera, ya debería de saber la respuesta.
No faltaba mucho para llegar a destino. Habíamos entrado al corazón de la capital y pronto arribaríamos en el acuario “La mantarraya”, situado cerca de un estadio de atletismo y un zoológico, que, según tengo entendido, fue demandado hace menos de una semana por maltrato animal. Tuvimos algo de suerte de que no fuera el lugar previsto. Esto hablando de mis alumnos, yo por mi parte no estaba de ánimos para ver peces. Tenía demasiado estrés con Hazard. En estos dos meses el pobre no pudo conseguir trabajo, y el espacio en casa nos limitaba enormemente, sumado a los gastos extras de una persona más. Pero lo que en verdad me ponía los pelos de punta, era el pedido de Hazard: “acompáñame a cobrar un favor a un viejo amigo”. ¿A qué viejo amigo hay que tenerle miedo como para no ir solo? Le he dicho que no en varias oportunidades, le dije que no haría falta porque conseguiría algo, pero cuando a Hazard se le pone en mente una estupidez siempre las termina cometiendo. Espero que esta vez no haya platos rotos que pagar, ya que como él es un tonto, yo también lo soy.
El autobús frenó, dando aviso a nuestra llegada.
—Por favor, jóvenes, en orden y en fila quiero que bajen por la puerta delantera —anunció Ishma, momentos antes de bajar y hacer de guía en esta excursión.
La fachada del acuario poseía enormes representaciones de mantarrayas. Formando un arco de entrelazadas aletas y colas de color de un azul monarca, y fuertes remarques en negro, dándole un aire abisal y misterioso al sitio. Le hacían preguntarse a uno: ¿Qué animales me encontraré? Aunque uno ya sabía la respuesta.
Los alumnos marcharon como hormigas hacia la entrada. En eso, un hombre sale desde una puerta con un letrero que dice: “solo personal autorizado”. El primer vistazo que el hombre nos regala, es un profundo pestañeo, como si estuviera buscando a alguien en particular.
—Extraño, juraría que mi buen amigo Aguerra vendría en nombre de Valham —dijo el hombre de traje y redonda panza. Las canas de su cabello estaban cubiertas por un sombrero de cuero animal.