—El festival escolar es pronto —me decía antes de entrar a la escuela.
Mi clase no empezaba hasta dentro de treinta minutos. Los cursos a los que daba música eran tres: Los de primero A, C y quinto C.
Fui hasta la sala de profesores para saludar a mis compañeros de trabajo y pasar un poco el tiempo hasta que fuera mi turno. Algún que otro profesor descansaba como si sus horas ya hubieran terminado.
Debería haberlo hecho antes, pero me puse a buscar una canción para interpretar con las flautas. Algo sencillo, pero sin que pase desapercibido el esfuerzo. Y que quede grabado en el público. Debía ser una propuesta que valga la pena. Eso lo tenía en claro.
—Profesor, profesor —me llamaron por detrás—. El director lo está buscando, suba a su despacho cuanto antes. Las clases están por comenzar.
Volteé hacia la joven mujer. Su nombre es Fraeda. Era la nueva profesora que sustituía al señor Carlos Aguerra. Parece que no fue solo un resfrío ordinario.
—Le agradezco por avisarme. —La miré levantándome del asiento—. Enseguida voy por allá.
En el segundo piso de la escuela, el despacho del señor Mustafá se ubica subiendo las escaleras, de cara a la entrada principal. Dichas escaleras forman una ce esquinada y a sus laterales se extienden largos pasillos que dan a varias aulas. Como uno se imagina la mansión de un vampiro.
Una característica de la fachada al despacho, es que conserva la apariencia original de la casa en la que se construyó, con el suelo y la pared de madera y un portentoso candelabro colgado del techo. También luce dos faroles antiguos al lado de la puerta doble, y un tapete, como si fuera la entrada de una casa, con la palabra: “bienvenido” bordada de verde con el fondo negro, que no se distingue fácilmente.
—Con permiso —Golpeé con el reverso de la mano antes de entrar
Me saqué los zapatos para dejarlos en un sitio especial dedicado a ello. Una costumbre inusual en cualquier sitio, menos para el despacho del señor Mustafá.
Con los pies en la alfombra marrón que cubre todo el suelo, me desplacé hasta el escritorio brilloso del director. Tomé asiento y esperé a que me dirigiera la palabra.
—¡Profesor! —dijo.
Se ve que tenía la atención puesta en otra cosa entre su regazo.
—Señor Mustafá, la profesora Fraeda me ha dicho que me buscaba —señalé. No quería pasar más tiempo del debido en este lugar—. ¿Ocurre algo?
Mustafá carraspeó con los nudillos apuntando sus labios.
—Como sabe, el festival de la escuela se avecina y, como también sabrá, los padres que mantienen viva esta institución necesitan pruebas fehacientes de que su materia es de provecho. —Dejó el libro que tenía entre manos sobre el escritorio y preguntó—: ¿Tiene planeado lo que hará? —Que levantara una de sus canosas cejas me incomodó—. Me he enterado que está enseñando a los alumnos de quinto C, a tocar este instrumento… El oboe.
—La flauta dulce, señor —lo corregí.
—Sí, exacto. Pues también me imagino, que, como usted me ha comentado cuando llegó a esta escuela, hará un espectáculo con dicho instrumento, por lo que, en aproximadamente una semana, su plan será uno diferente. —Me escrutó severamente—. ¿Puedo saber sus intenciones?
—P-por supuesto —dije. Pensé una solución lo más rápido posible—. De hecho, señor Mustafá, tenía planeado dar el espectáculo de flauta este mismo festival escolar.
—Por lo visto dará otro tipo de espectáculo en el final del ciclo lectivo.
—Hoy mismo haré una prueba para ver que alumnos están mejor capacitados para el escenario. Y desde luego, iré preparando algo mejor para el final.
—Perfecto —aprobó con la cabeza.
—Si me disculpa. —Miré el reloj de mi muñeca—. Debo irme a mi clase.
Mustafá se puso de pie y caminó hasta la puerta, abriéndola por educación.
—¿Son los niños los que tocarán el oboe?
—No, no. Ellos están preparando algo con la señorita Isich —respondí, luego lo corregí—: La flauta dulce.
—¿Qué? —me miró perplejo.
—Usted dijo otra vez oboe, pero van a tocar la flauta, la flauta dulce —repuse.
—Ah, claro, claro. Espero con ansias sus resultados, profesor.
Salí del despacho y la puerta se cerró a mis espaldas. El director es un poco intenso para mi gusto. Y no sé si es que intenta ser discreto con sus palabras, pero no se le da muy bien eso de ocultar sus intenciones.
Bien, en definitiva, la idea de llegar a fin de año con el tema solucionado se fue por el drenaje. Sin embargo, creo que, aunque me cueste aceptarlo, tiene razón. Tengo que demostrar por qué me aceptaron en esta escuela, y un buen motivo de la intrusión de la música en este “prestigioso templo de enseñanza”. Fue duro enterarme de este tipo de comentarios. Cosas tales como: “No tiene nada que ver con lo que busco para mi hijo”, o, “¿Qué beneficios obtiene mi hijo al estudiar esta materia?”. Espero poder aclarecer la mente de los padres y madres en este festival escolar.
La hora final del turno mañana había llegado. Hasta entonces trate de que no se me notara el cansancio en la cara. Espero que esta hora sea diferente. ¿Cuánto puede cambiar una hora a una persona?
—Buenos días, clase —me presenté entrando por la puerta, con las manos ocupadas en mi bolso.
Sentía que ya no podía ocultar mi voz. Mis gestos corporales me delataban.
Los alumnos saludaron. Rápidamente noté que Zana, la primera en la fila, no estaba junto a Lamya. Se había colocado al final de todo, a la izquierda. De lo más extraño. Ella nunca lo hace, pero no está prohibido, por lo que no puedo decir nada.
Pasada la explicación y la selección de participantes en el acto escolar, practicamos la pieza musical que contemple en el salón de maestros. Zana, la misma chica que no podía soplar la flauta de otra forma que no parezca una cerbatana, encabezaba la lista. Ha mejora mucho en todo este tiempo. Su dedicación por mejorar es excepcional. Escogí a diez alumnas en total.