El día en que el festival se llevaría a cabo, se cernió sobre nosotros en cuanto pudimos notarlo. Los alumnos y los profesores trabajamos en conjunto para conseguir nuestros objetivos. Algunos lo tuvieron más fácil, otros, no tanto.
La preocupación me alcanzaba desde temprano. Veía como los demás proyectos de otras clases tenían éxito, y me arroyaban las dudas. ¿Y si sale todo mal? ¿Y si a nadie le gusta?
El simple hecho de pensar se me hacía una tortura.
A un lado de la escuela, donde estaba el pateo al aire libre, había muchos puestos con cosas que los jóvenes prepararon: comidas, bebidas, espectáculos de magia hasta incluso de porristas y un juego de quemados con apuestas por boletos para gastar en la misma escuela. Eso sí que era tener ventaja. Yo hubiera elegido una tarea más sencilla, si no fuera porque el plan de Mustafá era claramente quitarme la posibilidad de continuar el próximo año. Me pregunto por qué me aceptó en primer lugar si no tenía la idea de dejarme quedar.
Las puertas se abrieron para el público a las doce del mediodía. Nuestro turno no llegaría hasta las cuatro de la tarde. El cierre del festival era nuestro, antes de otros espectáculos, que, dentro de ellas, se encontraba el de la profesora Ishma, del cual todos tenían grandes expectativas. Si no me equivoco, Ishma me dijo que sus alumnos a cargo harían una obra de teatro, sobre una antigua historia que forma parte de nuestro país.
Ya que faltaba bastante tiempo para mi turno, decidí darme el gusto de probar la comida de alguno de los puestos. Todos habían hecho un excelente trabajo. Se estaban divirtiendo que daba gusto.
Me senté a descansar en una de las bancas del patio, viendo un juego de gimnasia donde debían hacer un circuito entre conos, cuerdas y aros de colores que ponían en el suelo para saltarlos. Los padres se ponían eufóricos por la competencia. Querían que sus hijos aplastaran a sus rivales, con una pasión terrorífica. Me hubiera gustado gritarlos: “¡Es solo un juego!”, pero mejor no.
—¿Holgazaneando? —dijo una voz femenina.
Era Ishma, vistiendo una elegante y pulcra ropa de trabajo.
—Hola, estás impecable —le saludé. Me hice a un lado del banco para que me acompañe.
—¿Quieres? —Me ofreció un licuado de leche y frutas—. Compré uno de más, y ya que estás aquí. Dime, ¿está preparada tu clase para esta “gran noche”?
—Eso espero —dije un poco desalentado—. Lo peor de todo es que, aunque lo hagan bien, eso no quiere decir que haya logrado mi objetivo. Como te dije, solo lo podré saber cuándo terminen de sonar las flautas y el público decida si aplauden o no. Si sus rostros sonríen o si están incómodos. —Suspiré—. Todo este asunto es estresante.
—Confía en que lo harán bien. No te desanimes. Es demasiado pronto para bajar la cabeza.
—Supongo que tienes razón. Digo, tenía las expectativas altas cuando comencé.
—Exacto, ¿por qué bajarlas ahora? Aún tienes tiempo para demostrar lo que tienen en mente.
—Gracias, Ishma.
—De nada. ¿Has comenzado el libro que te dí? ¿Qué te parece?
—Lo lamento, aun no. Pero pronto lo haré, lo prometo.
Ishma se irguió.
—Nos vemos más tarde. No te pierdas mi obra.
—Claro. Y gracias por el licuado.
Es una buena persona. De seguro ha venido por verme la cara.
De pronto, un pelotazo me sacó de mis pensamientos.
—¡Ah! —exclamé del dolor— ¡Mi nariz!
—Disculpe, señor —dijo un niño.
—No importa, no importa.
Me levanté para ir al baño. Me salía sangre por uno de los orificios y tenía enrojecida la parte donde me impactó el balón. Lo bueno es que pude ponerme la bebida fría en el rostro para calmar la hinchazón. ¡Este sí que es un gran día!
Para eso de las tres y veinte, la obra de la profesora Ishma había dado paso a su inicio. Toda la sala quedó en silencio, expectantes, inmersos en la oscuridad y el humo que se esparcía por el escenario. El telón rojo se elevaba hasta donde la mirada de los espectadores apenas podían ver. Detrás, una escenificación de un mar y una canoa. Una canoa de madera, desgastada y grande que cargaba por el basto océano a quince hombres.
El sol se movía con el movimiento de la canoa, meciéndose. Se podía ver la extensión del sol que era desde donde uno de los chicos lo sostenía. También había nubes, pero estás estaban colgadas de uno cables.
La historia narraba la travesía de un hombre llamado Palades Palapar, y como llegó a un continente inexplorado. Es una historia que cuentan mucho a los niños. Y realmente no entiendo por qué motivos. Es trágica y retorcida. Palades era el tipo de hombre que haría de todo por hacer que su nombre se escuche en lo alto de los vientos. Asesinó, abandonó y traicionó a sus tripulantes con tal de alcanzar la tierra lejana y ganar el respeto de sus habitantes. Todo a cambio de su lealtad y humanidad. Algunos dicen que su tierra prometida valía la vida de sus hombres de los cuales no se sabía su procedencia. Rumores dicen que eran condenados a muerte, ladrones y estafadores. Y otros creen que sus travesías no terminaron ahí, y que sus siguientes pasos están escritos en algún sitio perdido. Otros que simplemente murieron o que no supieron como regresar. Sin embargo, aun así, cuentan la historia de aquel hombre que traicionó a su propio país.
Al final de la historia, Palades Palapar es asesinado por un monstruo que representa todas las maldades que cometió en vida. Cada injuria a su tierra natal fue devuelta hasta llevarlo a la locura. Y cuando el hombre se sentía devastado y con un miedo palpable en cada uno de sus poros, se le concibió la muerte.
Finalizada la obra, todos los alumnos participantes dieron un paso al frente del escenario para inclinarse en señal de agradecimiento. Aplausos y vítores colapsaron el salón. La gran mayoría se paró de sus asientos y aclamaron hasta quedarse a gusto.
La felicidad de saber que hicieron un gran trabajo se les podía notar en el rostro. Ishma por su parte, no podría estar más orgullosa. Salió a dar un breve discurso y agradeció a los presentes.