Cada alumno en su posición. Cada flauta en su portador. Sentados, esperando envueltos en el silencio antes de que el telón se eleve. Podría decirse que estaban igual de nerviosos e inquietos que yo. ¡Por favor, chicos! ¡Den un buen espectáculo!
Me quedé a un lado del escenario, mirando lateralmente mientras tiraban de la cuerda para que todo comenzara.
Tras el silencio, los murmullos se oían como un rumor secreto. Y la primera flauta dulce produjo el primer sonido que formaba el himno nacional. Luego, el resto de alumnos siguió a Zana, la líder del grupo.
Las cosas no parecían ir mal encaminadas, pero algo me decía, una pequeña vocecita en mi cabeza, que a pesar de todo faltaba esa “chispa” de emoción. Eso que siempre me hace amar una canción, amarla y escucharla incesantemente hasta el hartazgo.
No ocurrió nada.
El himno culminó con su nota más excelsa. Aplausos. Aplausos de compromiso, cada choque de palmas se sentía como si desenvainaran estiletes en mi corazón. Cada vez más profundo y punzantes, lacerantes, escarbando.
La gran mayoría de rostros eran hastiados, alguno que otros reflejaban una media sonrisa. No la suficiente cantidad para equilibrar la balanza.
Rápidamente busqué con mis ojos al director en la primera fila de butacas. Podría decirse que era la opinión que más me interesaba en ese momento. Cuando lo avisé, traté de pensar en positivo. Su semblante no era del todo malo, ni del todo bueno. Si eso significaba otra oportunidad, bienvenido sea.
Al bajar el telón para preparar el siguiente espectáculo, me dirigí a mis alumnos para felicitarlos. No se merecían esa reacción del público. Fue mi culpa, y ellos apenas tuvieron errores perceptibles en su deber. Sin embargo, me parece increíble que los padres, compañeros de sus hijos no fueran capaces de tener un poco de empatía.
Una hora más tarde, el enorme salón quedó completamente vacío. Pero yo me quedé. Sentado en el bordo del escenario con los pies colgados y moviéndolos como un niño aburrido. Lo único que me acompañaba era un denso y caluroso ambiente, la resaca de una aglomeración.
—Aún me queda una oportunidad —me dije—. Eso es seguro.
Desde un sitio al cual no podía ver, una voz respondió:
—Es seguro, pero, ¿usted lo tiene claro?
Traté de materializar una forma entre las sombras de las butacas. ¿Donde? ¿De dónde proviene esa voz?
Por el pasillo central, los tacones se acercaban con el sonido apagado por el recubrimiento del suelo. Vi una negra melena, un brillo entre verde y azul en sus lentes, sus brazos cruzados.
—Ishma, ¿qué haces aquí? —quise saber—. Ya es un poco tarde, deberías aprovechar para descansar y…
—No puedo hacerlo, profesor —comenzó—. Tengo muchas cosas en mi cabeza.
Al decirlo, revoloteó los ojos hacia arriba por un instante, como si buscara algo por sobre mi hombro.
—Entonces, si tiene tanto quehacer, ¿por qué motivos está aquí?
—¿Me está echando?
Reparé en lo que dije. Podía malinterpretarse.
—Creo que no soy muy bueno con las palabras —sonreí.
—Ni con los espectáculos, por lo visto. —Dejó pasar un silencio—. Estoy bromeando, no me ponga esa cara. Solo quería comentarle que en lo que a mí respecta, no me ha disgustado para nada su presentación.
—¿Me estuvo buscando para darme ánimos? —pregunté. Otra vez me prestaba para malos entendidos.
—Para decirle que le faltó algo. Alentarle a que continué. Espero que le hayan servido mis palabras.
De cierto modo me tomó por sorpresa. Su forma de transmitir las ideas no daba crédito a su emisor. Agradecí con un leve y casi inentendible sonido de mi boca. Pero ella me entendió.
—No hay de qué. —Se dio la media vuelta y empezó a retirarse por donde vino, no sin antes soltar unas últimas palabras—. Señorita, no es muy respetuoso que digamos el estar escuchando a escondidas las conversaciones de los demás.
Luego de ello, siguió su rumbo. Se oyó la puerta cerrarse y quedé en silenció una vez más.
—¿¡Hola!? —alcé la voz.
¿Era eso cierto? ¿Había alguien además de mí en el salón?
Uno, dos, tres segundos y nada. Pero cuando menos lo esperé, una persona salió desde entre una de las butacas y gritó:
—¡Buu!
—¡Mierda! —me asusté. Me cubrí la boca con una mano.
—¡Profesor! —Dio una risotada.
Era Lamya.
—¿Estabas espiándome? —indagué. Sin moverme de mi sitio. Esperando una respuesta coherente.
Al acercarse hacia mí, pude ver su cara pintada de celeste y rojo, mitad y mitad. Su pelo en dos coletas altas, atadas con unas cintas centelleantes y pomposas. Sus cachetes tenían brillitos. Recuerdo algo parecido en otra alumna de otro curso. Probablemente ayudó en algún otro espectáculo en el patio.
Levanté mi muñeca para ver la hora.
—Se te hace tarde —proseguí—. ¿Aún no te vinieron a buscar?
Sin dar palabra, rodeó el escenario y quedó a unos cinco pasos de distancia de donde me encontraba sentado.
—No.
Se desató las coletas para dejar caer su cabello en sus hombros. Le había crecido bastante en tan poco tiempo.
—¿Puedo preguntar?
—¿A que vine? —me interrumpió—. Solamente quería decirle que vi el espectáculo. Y que no me gustó.
Se sentó a medio metro, al lado mío. Y al igual que yo hace un minuto, se puso a mover los pies.
Me quedé sin nada para decir. De hecho, tenía para hacerlo, pero no me salían las palabras correctas.
Estábamos completamente solos. En un salón poco iluminado. Los letreros de salida en verde flúor que se ven en la oscuridad. Con el telón elevado, dejando a la vista una escenificación a nuestras espaldas. Los asientos reclinados. Un par de miradas dirigidas al mismo punto en el suelo.
Finalmente formulé una pregunta. Odio el silencio en compañía de otra persona.
—¿Por qué no?
Simple, pero franca.
Lamya levantó la mirada y contestó sonriente:
—No me llegó. Solo quería que terminara para irme.