El primer día hábil la ciudad de Mimén se encontraba techada por un cielo gris y con un sol ahogado entre las nubes. No solo eso, para sumarle, si uno prestaba la suficiente atención, se podía entrever diminutos alfileres de agua de la imperceptible llovizna. Entrecerrando los ojos, caían como agujas; delgadas y puntiagudas. “Pobre de la gente que usa lentes”, vagaba por mi mente en el trayecto de casa al trabajo.
Cada cierto tiempo se me venía a la cabeza la cena con Ymael. Me ansiaba la idea de saber qué hacía con su vida.
Como siempre, estacioné el auto y entré a la escuela directo a la sala de profesores para documentar mi llegada, ordenar mis cosas y esperar a la hora de la clase.
Contaba los minutos en mi reloj digital, los de aguja me hacían sentir que no podía saber exactamente la hora. Los segundos pasaban interminables, había llegado demasiado temprano.
Mi teléfono comenzó a vibrar. Era el director. Quería verme.
Siendo que no tenía nada mejor que hacer, y sacando el hecho de que es mi empleador, tuve que subir las torturantes escaleras a muy probablemente, un fuerte reclamo por lo del sábado. ¿Estará rojo de la rabia? Seguro dirá que fue un bochorno. Es probable.
Me hice notar en la puerta, golpeteando con suavidad, como si tuviera una gamuza en el puño.
—Adelante, profesor.
La puerta rechinó.
—Con permiso. —Me adentré sumiso—. Director, Mustafá. ¿Ocurre algo?
—Sin prisas. —Se acomodó en su asiento de cuero marrón, con los brazos en el apoya brazos de grueso volumen—. Tome asiento, por favor. Hay que hablar.
—Claro.
Evité la mirada.
Se me estaba escapando el aire. Sin embargo, en su rostro se podía distinguir una expresión inusual, como si el señor Mustafá fuera una persona afable. Algo lejos de la realidad.
Esperó a que me sentara y pusiera atención a lo que estaba por decir. La paciencia era su virtud más notoria.
—Es obvio, y sabe por qué lo llamé, ¿correcto? Bueno, naturalmente usted lo intuirá. —Tragué saliva—. Y al contrario de lo que piensa, a mí me resultó un espectáculo encantador. El himno en… flauta, fue lindo de ver y oír, sin duda.
No podía creerlo. Tenía la boca abierta y la mirada atónita.
No dije nada, al igual de como señaló, no solo intuí el motivo de mi llamado, también que había una parte mala por decir. Aunque, ahora con lo primero que ha dicho, podría soportarlo abiertamente.
—Lástima que mi opinión no es la importante —continuó—. ¡Irónico! ¿No cree?
En eso estábamos de acuerdo. El director de Valham Firhmos no tenía la última palabra. El dueño y señor de esta escuela privada.
Asentí con afirmación.
—Pero no todo son malas noticias —prosiguió enérgico—. Tiene una chance a favor, no la desperdicie. Estaré esperando encantado el final de año. Haga lo que tenga que hacer y tome de lección este tropiezo. Como dicen: un maestro nunca deja de aprender.
Lo miré compungido.
—Gracias. No lo defraudaré, señor.
—No hay de qué —sonrió, haciendo un gesto con la cabeza hacia abajo—. Puede retirarse.
Salí con un suspiro de allí. Me sentía como un niño dando un examen en mesa de recuperación. ¡Se terminó!, respiré aliviado. Por otra parte, esto recién comenzaba. ¿Quién diría que el señor Mustafá era tan comprensible? Le había gustado lo suficiente como para felicitarme, pero, y como bien dijo, las opiniones que mantendrán en pie mi carrera y mi futuro en esta escuela, es la de un montón de padres con solo una idea grabada en la mente. Tengo que demostrarle que hay más de lo que pueden ver.
Bajando las escaleras a pasos rítmicos, uno de los profesores me interceptó para avisarme de que me están buscando.
Miré mi reloj, y en efecto, era la hora.
Salí hasta el portón de la entrada de la escuela. Dos personas con gorras celestes me esperaban. Un muchacho joven y un hombre de unos cuarenta y cinco años. El flete había llegado a la hora indicada, antes de comenzar las clases. Mejor imposible.
La mañana transcurrió como de costumbre.
Esperé a las tres de la tarde, en un banquito largo de tapizado verde, en el escenario.
Contaba las tablas de madera del suelo. Contaba los segundos. Contaba las butacas. Y cada cierto tiempo, revisaba mi reloj como un maniático. A las tres y quince, pensé en retirarme del sitio. No vendrá. ¿Se habrá olvidado?
—Es joven, apuesto a que se le olvidó apenas se fue —hablé solo, musitando.
—¡Guau!
Se asombraron a mi espalda.
Me giré de donde estaba sentado.
—Viniste —dije.
Oculté una sonrisa.
—Perdón por la demora, profesor. —Se acarició el pelo desde arriba hacia abajo—. Es que me quedé dormida, esperando. ¿Por qué no me dijo que viniera antes? ¿Era por eso? —Señaló con el dedo.
—Sí, lo lamento mucho. Sube. —Lamya subió tímidamente—. Puedes sentarte a mi lado.
—No lo sé… —dudaba.
—No te morderá, lo prometo.
Aun desconfiada, se acomodó suave a mi lado. Sin que le dijera nada, apoyó sus dedos sobre las blancas teclas. Apenas tocarlas, las retiró, como si estuvieran al rojo vivo.
—¿Qué ocurre? —inquirí confuso.
—N-nada, es que nunca había tocado uno. Solo vi uno de lejitos. —Su mirada era indescifrable—. ¿De dónde lo consiguió, profesor? —me miró a los ojos y luego de nuevo al piano—. ¿Por qué?
—Lo compré por dos cosas. La primera razón es para redimirme de lo del sábado y dar un espectáculo aún mejor a final de año. La segunda, es para enseñarte a ti, Lamya. Quiero que te enamores de sus sonidos, de sus teclas blancas y negras y de ti misma. Porque quiero que tú lo toques. Que seas la estrella principal.
Lamya estaba paralizada. Podría jurar que por su mente pasaba la incógnita: “¿Yo?”.
—Deja que toque algo para ti —me adelanté.
Era mi oportunidad para encandilarla. Para que sintiera temblar su corazón y despertara en ella las ganas de hacer lo mismo que yo.
Le dije que viniera a esta hora para practicar. Hacía tiempo que no tocaba el piano y estaba algo oxidado.