—Mi amigo, Hazard Farran, me está esperando, señor.
El encargo de recibir a las personas lo verificó pidiéndome el documento.
—Adelante, por favor. Mesa diecisiete, a la izquierda casi al fondo.
Entregué mi chamarra color café a la chica del guardarropa y me encaminé a la mesa.
Los divisé a lo lejos. Hablaban entre ellos, cómplices, como si se dieran indicaciones con las manos. Hazard tenía el pelo tirado para atrás (como siempre), una camisa manga corta y un par de pendientes de bola. ¿De dónde los habrá sacado? E Ymael, una vincha roja y delgada que le sujetaba el cabello rubio, muy parecido al largo de su hermano. Además, una remera blanca con un estampado y unos lentes de marco fino.
Me entró cierta nostalgia. Pensamientos hermosos. Recuerdos tristes.
Juntos se veían tan tiernos. Suena raro decir que estuvieran tanto tiempo peleados. Generaban la sensación de que se habían perdonado hace rato.
—Lamento mucho cortar este momento tan precioso —me acerqué sonriente —. Están para encuadrar y dejarlos en la encimera. Tanto tiempo, Ymael.
Le di un abrazo en cuanto se puso de pie.
—Tanto tiempo —repitió. No reconocí su voz en absoluto.
—Me alegra verte de nuevo. —Tomé asiento—. ¡Pero mira que grande que estás! Es increíble.
Ymael pasó su mano por la nunca, algo avergonzado.
—Sí, eso creo —largó una risita.
Tras ordenar, pedimos un vino tinto para celebrar. Ymael acababa de cumplir la mayoría de edad, por lo que no hubo problemas con el alcohol. Levantamos la copa, comimos y charlamos de cosas cotidianas. Sobre sus estudios, su idea de ser fotógrafo, mi oficio, pero nada que hiciera reflotar el pasado.
—Tu hermano me ha dicho que te vas del país —mencioné en un determinado momento, una vez finalizada la cena—. Dime, ¿a dónde planeas ir? —me interesé.
—Sinceramente no tengo un destino prefijado, lo único que sé es que me iré del continente —contó—. Quiero aire nuevo, una cultura diferente, gente distinta… Ya sabes…
—Te entiendo —afirmé—. Imiterazzor puede ser algo asfixiante…
—¡Ni que lo digas!
—Será mejor no hablar mucho sobre esto —comentó Hazard.
Tenía razón. Los hombres de Imiterazzor pueden ser muy nacionalistas. No aceptan opiniones. No aceptan opositores. Nada negativo que se hable de la tierra donde nacieron.
—Claro —secundé.
Se había hecho tarde. Llegamos a quedar nosotros solos en el restaurante. Los meseros limpiaban las mesas, sin decirlo querían que nos fuéramos.
Miré la hora: doce cuarenta y nueve. ¡Maldita sea! Mañana es día laboral, y ni siquiera corregí la tarea de mis alumnos.
—Ha sido fantástico volver a verte, Ymael —me despedí—. No dudes en llamarme cuando estés de regreso.
—Lo haré. —Me estrechó la mano.
—¿Quieres que te lleve a algún sitio? —ofrecí—. No sé dónde estás quedando, pero puedo acercarte.
—No te hagas problemas, amigo —dijo Hazard—. Yo lo llevaré, mañana temprano toma el avión. Lo acompañaré al aeropuerto.
Asentí.
—Me gustaría poder estar ahí —me lamenté.
—Sin dramas. Tu trabajo es más importe, y uno muy lindo por cierto —loó risueño—. De todas maneras, te agradezco el ofrecimiento.
Y con un abrazo más, nos separamos.
¡Qué distinto que estaba! Obviamente las personas cambian, y más cuando uno las conoce de pequeños y luego las vuelve a ver unos diez años después. Creí que seguiría igual de tímido, pero se ha desenvuelto con mucha soltura y con una gracia social inesperada. Me encantaría que me mandara fotos de otras partes del mundo. Nunca he viajado fuera del país, y mucho menos a otro continente.
El sueño se apoderó de mis parpados. Se me hacía un verdadero tedio manejar tan tarde, con el silencio somnífero de la quietud de la noche. Sin acompañante y con ganas de desparramarme en mi cama y levantarme a las quince horas.
Necesito vacaciones.
En la noche no pude pegar ojo, una pesadilla recurría una y otra vez para mi desgracia: A fin de año, todo salía mal. Y me despertaba para ir al baño, o tenía sed y debía ir a buscar agua en la cocina. El más mínimo sonido me entorpecía el sueño.
Sin saber que me pasaba, decidí ir a la cocina y poner una película en un canal muerto, que de seguro casi nadie ve.
¿Me lamentaría mañana? Es probable. Sin embargo, en cuanto menos lo esperé, desperté. Había quedado rendido ante el cansancio de mis ojos y mi cerebro.
Miré la hora: catorce y cuarto .
Hazard aún no llegaba. Yo por otra parte, ahora no solo debería rendir cuentas por meter el piano sin autorización en la escuela, sino, por faltar sin previo aviso. ¿Será buena idea dar la cara hoy mismo?, me pregunté, mientras miraba mi celular y la infinita cantidad de mensajes de Ishma y de Mustafá.
Definitivamente estaba hecho un estúpido.
Me duché y salí con el auto. Llegué a la escuela y subí al despacho del director. Golpeé la puerta. No había nadie dentro. Me senté en una de las sillas y esperé. Pensaba en el día perdido, en las lecciones de Lamya. ¡Lamya! Me levanté de un respingo. ¿Estará esperando en el escenario? Espero que no. Al llegar, no había nadie. Estaba claro. Si falté a clase, no esperaría a un irresponsable. Sentí alivio. También me lamenté. Regresé a la puerta del despacho. Se encontraba entreabierta, por lo que me paré en frente y la empujé paulatinamente mientras intentaba echar un ojo en su interior.
—¿Director, Mustafá? —advertí mi intromisión. Estaban la profesora Ishma y Mustafá conversando.
Ambos me miraron con desaprobación.
—Mire, yo le puedo explicar —me apresuré.
—No hay nada que hablar —dijo Mustafá, tajante.
Ishma salió y me pidió que la acompañara al salón de profesores. Quería preguntar qué era lo que había pasado, pero no me salían las palabras. Esperé que ella diera el primer paso.
—Necesito que me acompañes —reveló—. Tengo el resto de la tarde libre. Primero debo ir a buscar una receta para mi madre, y luego podemos ir por un café.